Por David M. Halperin
¿Qué es lo que quieren los hombres gay?
Según las más recientes novelas gay, los hombres gay sólo quieren que los abracen. Según algunos escritos sobre la prevención del VIH/sida , los hombres gay de hecho quieren ser matados. Y según los estudios más importantes en investigación gay y lésbica… bueno, la mayor parte de los estudios importantes no tienen nada que decir con respecto a este tema.
El silencio que emana de los estudios gay y lésbicos en el tema de la subjetividad gay no es accidental. El movimiento de liberación gay de los años 60 y 70 pudo haber tenido sus raíces ideológicas en el Marxismo-Freudiano, y pudo haber entendido que sus batallas estaban dirigidas en contra de la represión psíquica tanto como la opresión política. Pero el tipo de estudios gay y lésbicos que emergieron en Gran Bretaña y Norteamérica durante los años 80 no tenía gran interés en explorar las preguntas de la subjetividad gay y lésbica. Esto es en parte porque los estudios gay y lésbicos habían sido poderosamente afectados por la crítica de Michel Foucault sobre la liberación sexual (1976) y por su comprobación de que la lucha contra la represión psíquica a veces hasta reforzaba el mismo régimen de sexualidad y poder que aspiraba derrocar. El análisis de Foucault de las relaciones entre la sexualidad y el poder definió un abordaje radicalmente político hacia la sexualidad, un abordaje adecuado para las necesidades de la resistencia gay y lésbica de los años 80, cuando el ascenso de la Nueva Derecha y la epidemia de VIH/sida se combinaron para devastar a las comunidades homosexuales y borrar muchos de nuestros arduamente-obtenidos logros sociales.
Foucault también ofreció el único abordaje teórico a la sexualidad con suficiente sustancia y originalidad para competir con el psicoanálisis y brindar una importante alternativa intelectual dentro del campo de estudios de la sexualidad. Dado que el psicoanálisis lleva rato participando en la patologización de la homosexualidad, no es de sorprender que tanta de la investigación en temas lésbicos y gay y teoría queer que tomo su primera inspiración, y extrajo tantos de sus axiomas críticos de Foucault.
Cuando Foucault declaró que “el entero arte de la vida consiste en matar a la psicología,” estaba expresando un punto de vista que compartía con muchos gays y lesbianas en los años 70. Ellos, cómo él, habían pasado vidas enteras tratando de deshacerse del peso abrumador de la psicopatología. El problema con matar a la psicología, sin embargo, era que por más de cien años la psicología, y posteriormente el psicoanálisis, había proporcionado el principal acceso a la verdad de la subjetividad humana. Matar a la psicología en ese contexto significaría cerrar todo acceso a la categoría misma de subjetividad gay, encajonándola como un objeto de investigación gay, lo que haría imposible preguntar, y mucho menos contestar, a la pregunta, “¿Qué quieren los hombres gay?”
Ese, en efecto, era el punto – lograr un mundo seguro para gays y lesbianas enfocándose en la categoría políticamente correcta de “identidad” gay, y evitar entrar en los inquietantes y desprestigiantes detalles de la “subjetividad” gay.
Pero, ¿qué tal si la psicología no fuese la única ruta de acceso a la verdad de la subjetividad? Aún durante el período de su hegemonía, la psicología y el psicoanálisis fueron acompañados por una tradición alternativa, tal vez no una tradición consistente tanto como un impulso persistente, visible en el trabajo de un número de escritores gay. En sus diferentes maneras, Walter Pater, Oscar Wilde, André Gide, Marcel Proust, Jean Genet y Roland Barthes, todos intentaron imaginar y representar la subjetividad humana sin recurrir a la psicología. Y como se vuelve más claro en su trabajo más tardío, el mismo Foucault difícilmente estaba intentando imponer una censura en toda investigación hacia “la hermenéutica del sujeto”: Este, después de todo, es el título que le dio a sus conferencias en el Collège de Francia en la primavera de 1982. Al contrario, Foucault estaba desafiándose a sí mismo, y a nosotros, a encontrar rutas para abordar la subjetividad que no fueran a través de la psicología o de las ya cansadas categorías conceptuales del psicoanálisis.
¿Cómo encontrar maneras de pensar acerca de la sexualidad sin necesariamente o automáticamente recurrir a la psicología y el psicoanálisis? Ese es el gran desafío al que nos enfrentamos en estos días cuando tratamos de pensar acerca de la sexualidad después de Foucault. La pregunta no es ¿qué nuevas teorías de la sexualidad podemos inventar después de Foucault?, ni tampoco ¿cómo nos podemos liberar de la tiranía conceptual de Foucault? Nuestras mentes apenas están empezando a moverse alrededor de Foucault. La pregunta crítica es cómo podemos penar en la sexualidad más adelante que o fuera del psicoanálisis, y cómo pensar en la subjetividad sexual sin la psicología.
Si hubiese alguna duda acerca de la necesidad política urgente de encontrar maneras de explorar la subjetividad masculina gay independiente de la psicología y el psicoanálisis, se disipa con una mirada al discurso periodístico contemporáneo acerca de por qué los hombres gay tienen sexo desprotegido o arriesgado. Considera un artículo escrito por el Dr. Richard A. Friedman en el New York Times, publicado el 24 de septiembre de 2002 intitulado “Una pista acerca de por qué los gays juegan ruleta rusa con el VIH.” Citando un estudio presentado en la 14ava Conferencia Internacional de VIH/SIDA en Barcelona, que encontró que de un grupo de hombres gay y bisexuales seropositivos entre 15 y 29 años, el 77 por ciento no estaban conscientes de haber sido infectados con el VIH a pesar de que supuestamente participaron en comportamiento sexual que los pudo haber expuesto al virus. El Dr. Friedman pregunta, “¿Cómo puede uno explicar un comportamiento tan potencialmente fatal y auto-destructivo?...¿Por qué alguien conscientemente se expone a una infección potencialmente letal?” Respondiendo a su propia pregunta, el Dr. Friedman, basándose en el trabajo de su tocayo (pero no pariente), el Dr. Richard C. Friedman, psiquiatra de la universidad de Columbia, que encuentra una causa de este “comportamiento peligroso” en “un fenómeno llamado homofobia internalizada,” que ambos doctores Friedman presentan como “un común y muchas veces serio problema psicológico en hombres y mujeres gay que yace en la raíz de muchos comportamientos auto-destructivos, incluyendo sexo arriesgado.”
Lo que encuentro informativo de este artículo no es la mirada que nos pretende ofrecer dentro de lo que llama “un aspecto” de la vida sexual gay que ha “evadido las explicaciones” hasta ahora: “la “homofobia internalizada” ya dejó de ser noticia desde hace más de 30 años, y su invocación meramente sirve para proveer una cubierta políticamente aceptable para la continuada e insistente asociación de los hombres gay con la psicopatología. (¿Etiquetaría el New York Times de “sexismo internalizado” a las mujeres heterosexuales porque a veces juegan ruleta rusa con el embarazo? Es una idea interesante, pero no creo verla expresada muy pronto en el New York Times.)
Lo que si muestra el artículo es que el tema de sexo desprotegido provee una muy rara oportunidad para la discusión pública de lo que quieren los hombres gay, de qué ocurre en la vida interna de la homosexualidad masculina. El artículo también dramatiza la necesidad de un contra-discurso de la subjetividad masculina gay – no una rama de psicología más amable con lo gay que le preste atención a los abrumadores efectos de la homofobia (ya que esto es parte del problema) sino un discurso enteramente libre de la manchada oposición de la psicología entre lo normal y lo patológico.
Esto es precisamente lo que Michael Warner intentó hacer en un ensayo brillante, ambicioso y ya olvidado en el número de enero de 1995 del Village Voice, llamado “Inseguro: Por qué los hombres gay tienen sexo arriesgado.” (Voy a pasar mucho tiempo contándote acerca de éste). Alarmados por las indicaciones de que entre 30 y 60 por ciento de los hombres seronegativos en los Estados Unidos, especialmente hombres gay jóvenes, practicaban regularmente coito anal sin protección y con parejas cuyo estatus VIH-serológico era desconocido o se sabía positivo, Warner y otros activistas de la prevención temían que “los niveles de infecciones explotarían” y desenlazarían una “segunda oleada” de la epidemia de VIH/sida entre hombres gay. (Esto de hecho no ocurrió, pero era razonable que Warner y los otros se preocuparan en ese momento). Para el invierno de 1994-95, era claro para Warner y los otros que las guías establecidas para el comportamiento sexual gay masculino que habían sido realizado diez años atrás en los Estados Unidos con la meta de parar la transmisión de VIH, ya no estaban logrando contener los complejos asuntos prácticos y éticos a los que se enfrentaban los hombres gay. Porque en ese momento – es decir, en el intervalo entre el colapso de la esperanza de la eficacia terapéutica de largo plazo del AZT y la emergencia de terapias anti-virales más efectivas que combinaban inhibidores proteasicos – los hombres gay estaban teniendo que hacer lo que parecían ser cambios definitivos y permanentes en sus vidas sexuales bajo la presión de una amenaza incansable de infección letal. Bajo esas condiciones, una estrategia de prevención diseñada para eliminar todos los riesgos de transmisión de VIH, que era y hasta hoy continúa siendo la única y ampliamente difundida estrategia de prevención de VIH/sida en los Estados Unidos, inevitablemente fallaría catastróficamente. Esto es porque la eliminación de riesgo es virtualmente imposible de sostener en el largo plazo, y es probable que resulte en lapsos periódicos altamente riesgosos. De acuerdo con esto, Warner sugirió una re-evaluación radical de las estrategias estadounidenses de educación y prevención dirigida a hombres gay y, como un esencial primer paso hacia esa meta, imploró que se formara “una mejor cultura de discusión”. Luego, en una movida confesional, valientemente se presentó a sí mismo como el primer ejemplar, incorporado en el problema urgente para resolver entre los hombres gay. Por que él, en dos ocasiones recientes, había tenido relaciones sexuales anales sin protección, a pesar de conocer bien los riesgos.
Una confesión tal fue realizada deliberadamente para exponer el juego de la subjetividad gay a la mirada sin estorbos del escrutinio público. Warner estaba muy consciente de la necesidad de proteger, si es posible, a los sujetos homosexuales de los juicios normativos, y de nuestra psicoterapéutica cultura. Por esto, buscó construir un relato del comportamiento sexual arriesgado de los hombres gay que des-individualizaba, des-psicologizaba y des-personalizaba la práctica de participar en sexo arriesgado, y emergió con una serie de explicaciones para ello que hacían énfasis en los factores impersonales.
Así es como lo hizo: Mirando más allá de los clichés pop-psicológicos como “culpabilidad del sobreviviente” o “homofobia internalizada,” Warner localizó no tanto en sus psiques, sino en el mundo social de los hombres gay, la fuente de lo que parecía ser comportamiento incomprensible o auto-destructivo. Warner hizo énfasis en tres factores que pueden contribuir a la disponibilidad de hombres seronegativos para tener relaciones desprotegidas: “profunda identificación con hombres positivos, ambivalencia acerca de la supervivencia, y el rechazo a la vida normal.” (Warner dedicó más tiempo a estos temas, siento mucho no poder hacerle justicia a sus argumentos en este texto.) Más allá de esos factores, que tenían que ver con la particularmente difícil y desesperada situación de los hombres gay en los Estados Unidos de los mediados de los años 90, Warner también añadió consideraciones más generales. Mencionó las viejas asociaciones de sexo con muerte, “en parte por su sublimidad” e invocó a Kant como garantía de la opinión que “no hay sublimidad sin peligro.” Suplementó esos temas filosóficos con algunas reflexiones prácticas y pertinentes acerca de las posibilidades sistemáticas de señales mixtas en la comunicación sexual entre hombres gay.
Warner no abandonó totalmente los factores psíquicos, pero los asoció con la situación específica social y emocional de los hombres gay. Sugirió que “el atractivo del sexo no normativo, para muchos, resta en la habilidad de violar los cuadros responsabilizantes de las personas buenas y bien-pensantes.”
Los esfuerzos de prevención del SIDA que invocan al buen ciudadano en nosotros no logran su cometido. Si nos importara tanto ser buenos ciudadanos, no estaríamos teniendo tanto sucio sexo gay – o divirtiéndonos tanto en el camino. Las estrategias de prevención del SIDA que ignoran el intenso deleite anti-social del sexo no normativo, lo hacen a costa de sus vidas, y las nuestras. Lo que necesitamos confrontar, más allá de las prácticas sexuales, es la estructura afectiva de la subjetividad del hombre gay, formado por experiencias sociales de rechazo y vergüenza, y pulsando con impulsos a la transgresión, que la imperativa política del orgullo gay nos ha hecho renuentes a describir y explorar.
Pero, ¿es posible entender la estructura afectiva de la subjetividad gay masculina sin recurrir al psicoanálisis? Warner lo intentó, aún invocando la noción del inconsciente. Si en sí, la naturaleza transgresiva del sexo no normativo encuentra su expresión en el riesgo, y si el riesgo añade a la sublimidad del sexo, entonces, argumenta, “la búsqueda de sexo peligroso no es tan simple como la mera búsqueda de mociones fuertes, o la auto-destructividad. Puede representar un pensamiento profundo y principalmente inconsciente acerca del deseo y las condiciones que hacen la vida digna.” A pesar de la retórica de profundidad psíquica, Warner he hecho crea distancia entre su relato de sexo arriesgado y el psicoanalítico. La frase clave aquí es “pensamiento inconsciente.” El Id freudiano no piensa, mucho menos piensa “acerca de las condiciones que hacen la vida digna.” Eso suena como una reflexión tradicional ética de un tipo casi Kantiano acerca de los valores apropiados y la definición de la buena vida. El inconsciente psicoanalítico no es un filósofo Kantiano.
Lo que Warner tiene en mente aquí es su muy cuidadoso relato de los decididamente no-psicológicos factores que pueden contribuir a que hombres gay seronegativos estén tan dispuestos a participar en sexo arriesgado – esto es, su “profunda identificación con hombres positivos, ambivalencia acerca de la supervivencia, y rechazo de la vida normal.” Los hombres gay puede que no estén conscientes de que actúan desde esos motivos: en ese sentido, esos motivos son inconscientes. Pero son inconscientes no porque provienen de impulsos inaccesibles a la conciencia; son inconscientes simplemente porque los actores sexuales que son animados por estos motivos no están conscientes de ello. Los hombres gay no son exactamente irracionales, por esas razones. Actúan más bien por razones especificables – o por compromiso a ciertos valores – que no siempre están a su alcance en reflexión conciente, explícita y deliberada, sino que emergen de las ambivalencias no resueltas en sus vidas, de lealtades sistemáticamente divididas, de experiencias no racionalizadas o no analizadas de contradicción social. Warner logra proveer una respuesta “más profunda” a la pregunta de por qué los hombres gay tienen sexo arriesgado, y lo hace extendiendo su relato no-psicoanalítico, no-normalizante de la subjetividad masculina gay.
Pero Warner no logra sostener su esencialmente social análisis de la subjetividad gay masculina. Al final, alineó su noción social, colectiva, no psicoanalítica del inconsciente con la más francamente psicoanalítica concepción invocada por Douglas Crimp. “La mayor parte de la gente sólo tiene la psicología pop para pensar acerca del sexo,” cita Warner a Crimp. “Sólo si puedes reconocer que tienes un llamado inconsciente puedes admitir que haces cosas auto-destructivas sin sentirte culpable.” Lo que Crimp llama “un inconsciente” es muy diferente de lo que Warner llama “pensamiento principalmente inconsciente,” ya que la idea de Warner se refiere a un entramado no reconocido, inexplícito, que navega las contradicciones sociales y éticas en el mundo del individuo, mientras que Crimp se refiere a la entidad psíquica teorizada por Freud: Crimp lidia con el inconsciente no como la ausencia de riguroso análisis social e institucional, como Warner, sino como una fuerza psíquica independiente, como cuando observa, sentenciosamente, que “no nos damos cuenta de lo poderoso que es el inconsciente.”
Como Warner, Crimp quiere evitar el personalizar el sexo arriesgado: si hace énfasis sobre el poder de los impulsos inconscientes que los seres humanos no pueden controlar o siquiera entender, eso es para quitar la culpa a la aparentemente defectuosa psicología de los individuos, que de otra manera se tendrían que hacer responsables de sus fallas internas – como con los fáciles acusaciones patologizantes de “auto-destructividad” ú “homofobia internalizada”- y otra vez se encuentren responsabilizados y culpabilizados por su comportamiento. La estrategia aquí es utilizar el psicoanálisis para liberar a los hombres gay de la psicología, de una cultura psicológica de culpa, para promover el tipo de diálogo abierto acerca del sexo, el riesgo, y el VIH/sida que pueden generar nuevas y más efectivas estrategias de prevención. Porque si sólo nos sintiéramos culpables como individuos, dice el argumento, no querremos admitir que asumimos riesgos, y esa negación inhibirá fatalmente la comunicación cándida y honesta acerca del comportamiento sexual en el que en realidad participamos y en los grados de riesgo que estamos colectivamente listos para admitir. Un reconocimiento psicoanalítico de la fuerza del inconsciente, en contraste, nos permitiría aceptar nuestras acciones y asumirlas sin necesariamente asumir la culpa individualmente, o quedarnos atorados en un estado incapacitativo de culpa por ellas, y facilitaría un diálogo honesto y constructivo. Se cita a un hombre gay activista del SIDA diciendo, “si no puedo hablar honestamente acerca de lo que significa para mí tener la verga de un tipo metida en mi culo o lo que se siente que se venga en mi boca, no puedo ni imaginarme lo que me costaría dejar de hacerlo.”
Pero a pesar del esfuerzo riguroso para prevenir que conceptos psicoanalíticos funcionen como “un tipo de herramienta para establecer la inteligibilidad de un dado placer sexual y, por lo tanto, medirlo en términos de normalidad,” como lo dijera alguna vez Foucault. Crimp y Warner ultimadamente no quisieron o no pudieron evitar los efectos patológicos de su elegida estrategia interpretativa. Desde el comienzo del artículo, Warner coquetea con un modelo de motivación humana que representa las acciones individuales como los efectos superficiales de impulsos psíquicos subterráneos y generalmente inaccesibles: “¿Qué hace que algunos hombres cojan sin protección cuando deberían de saber las consecuencias?,” pregunta. La misma forma de la pregunta ya asume algún tipo de principio separado de causación y compulsión en el sujeto masculino gay, una división potencialmente aterrorizante en la identidad del sujeto. Warner ultimadamente revela la identidad del principio ingobernable con una imagen impresionante: “Me avergoncé tanto de lo que había hecho que parecía que no había sido mi elección. Un misterio, pensé. Lo hizo un monstruo.”
Este no es un comentario casual ni descuidado. Warner insiste en la imaginería de posesión demoníaca como una manera de articular la experiencia de la alteridad interna, el sentido de ser posesionado por fuerzas incontrolables, irracionales y destructivas, desde dentro del ser. Cuando encuentra que su pánico al haberse arriesgado a infectarse una vez no es suficiente para prevenirlo de volver a tener relaciones desprotegidas con la misma pareja, recurre a la metáfora anterior: “La próxima vez que vi al mismo hombre, pensé en tomar precauciones, pero supe por la emoción tremenda que mi monstruo estaba a cargo.” Dado su gusto por las alegorías de películas de segunda, no es de sorprender que se represente a sí mismo diciéndose, en el idioma de las cintas adolescentes de terror, “Ten miedo. Ten mucho miedo.”
El monstruo de Warner no es una metáfora psicoanalítica en la primera instancia tanto como una descripción fenomenológica: se busca explicar cómo Warner sintió la experiencia de actuar en contra de su más sano juicio; Figura el impulso de la rebelión anti-social que reside en el placer que sienten los hombres gay al contravenir las normas de la sociedad y las suyas mismas. Pero también se sombrea con alegorías freudianas, implicando que el sexo arriesgado no es un asunto del ego y que permanecerá incomprensible mientras que persistamos en identificar el ser con el ego – mientras nos rehusemos a reconocer la fuerza del inconsciente. Sólo un modelo de la subjetividad masculina gay que permite fuentes de la motivación en el sujeto otras que el ego puede acomodar una verdad tan desagradable: “La abyección continua siendo nuestro sucio secreto.” La abyección, entonces es de lo que tenemos que hablar, cuando hablamos acerca de qué significa tener metida la verga de otra persona en nuestro culo o tener a alguien que se venga en nuestras bocas. Necesitamos admitir nuestro placer en el rendirnos, rendirnos a otras personas y a los impulsos dentro de nosotros. Y necesitamos hacerlo sin juicio, sin tener que castigarnos por nuestro débil ego, por nuestra falta de auto-estima, o por algún otro tipo de fracaso distintivamente psicológico.
Ahora, ¿significa esto que tenemos que comprometernos con un modelo de la interioridad? ¿Sólo el psicoanálisis nos permite encontrar el sentido de nuestras motivaciones, que explore el atractivo de la abyección? Todo depende en como entendemos “abyección.” Julia Kristeva le dió a esa idea un giro psicoanalítico, pero la abyección no es un concepto operativo ni en Freud ni en Lacan. Tiene un pedigree impecable en el pensamiento francés, pero ese pedigree no es psicoanalítico: es gay. Como tal, ofrece una alternativa gay al psicoanálisis. Por lo que quiero decir algo al respecto.
La abyección nos remonta de Kristeva a Sartre, quien la hizo el foco de su extensa meditación en la fenomenología social de la homosexualidad en Saint Genet. De allí, puede ser trazado de regreso a Genet mismo, quien la usaba ocasionalmente a través de sus escritos tempranos, comenzando con su primera novela, Nuestra Dama de las Flores, en 1942, pero quien luego la hace un leitmotiv de su obra maestra de 1949, El Diario de un Ladrón. Genet mismo tomó la idea de la abyección del trabajo de su conocido Marcel Jouhandeau, un escritor derechista, católico gay, quien parece haber derivado el término de la espiritualidad cristiana, y para quien la homosexualidad servía de vehículo para experimentar, en una perversa imitación de Cristo, el odio del mundo. Jouhandeau catalogó las vicisitudes sociales a las que lo orillaba su deseo homosexual en un extraordinario, influyente y ahora-olvidado libro, publicado en 1939, llamado De l’abjection. Yo debo esta genealogía de la abyección al reciente trabajo de Didier Eribon.
Para Jouhandeau, la abyección es un concepto social más que psicológico. Esto está claro desde el título del primer capítulo del libro, “En la presencia de los Otros.” Comienza, “A veces soy víctima de una incomprensión, de una aversión espontánea por parte de hombres, aún de extraños, que termina relegándome a permanente exilio. Algunas personas encuentran mi presencia en esta tierra sospechosa, y su actitud hostil me regresa a mi Secreto. Pero nada me exalta más seguramente que la reprobación.” Después de unas 150 páginas de este tipo de cosas, consistiendo en historias fragmentadas de salirse del closet, pedazos de teología perversa, aforismos, ensueños eróticos, y plegarias, viene un capítulo final, llamado, “Elogio de la abyección,” en el que Jouhandeau celebra los efectos transformadores aún si agonizantes de la humillación social. Se dilata en la “felicidad de ser objeto de abuso,” en la “revelación” que resulta de los “insultos y desdén público.” “Uno posiblemente ya no es la persona que pensaba ser, que uno conocía ser.” Va a descubrir “felicidad en todo lo que me aísla, que me “humilla.” Esta felicidad no es simplemente un placer en el rendirse y la auto-degradación, aunque también hay eso; es más bien lo que podríamos llamar una estrategia existencial de supervivencia. Como dice Jouhandeau, “yo soy como una persona a quien alguien le tiene agarrado por los pelos y quien, no deseando dar esa apariencia, actúa como si estuviese recibiendo una caricia.” La perversión puede llevar a la dirección opuesta de la santidad, pero procede por un camino paralelo.
Eso, por supuesto, es el gran tema de Genet. Desde su trabajo más temprano, Genet celebraba la habilidad espiritual del ser abyecto para sobreponerse a la experiencia social de la humillación y transformarla, a considerable costo personal, en una exaltación perversa. Piensa en la famosa escena al final de Milagro de la Rosa, en donde un grupo de niños en un reformatorio de Mettray atormentan a otro niño tomando turnos escupiéndole a distancia hacia su boca abierta. Asumiendo ese “exceso de horror,” Genet se apropia de la posición de sujeto del niño perseguido y narra el incidente como si desde su propia perspectiva: “Hubiera tomado muy poco transformar este atroz juego a uno caballeroso, para que en vez de escupitajos, hubiera sido cubierto con rosas…recé a Dios que doblara un poco Su intención, hacer un movimiento en falso para que los niños, ya no odiándome, me amaran.” En la medida que se acercan los niños, en la medida que su excitación asesina crece, su víctima logra una gravedad exaltada: “Ya no era una adúltera a punto de ser apedreada sino un objeto empleado en un rito de amor. Yo deseaba que me escupieran más, con más gruesas viscosidades.” La transmutación alquímica de la humillación social hacia la glorificación erótico-religiosa no es un asunto de psicología aquí, excepto en el sentido trivial que ocurre en la vida interna del individuo: es una respuesta social a la degradación, una bien lograda resistencia existencial a la experiencia social de ser dominado. Es menos un asunto de triunfo sobre tus adversarios que un proceso de hacerte inencontrable por aquellos que te destruirían – a través de descubrir en el mismo proceso de rendirse y de humillación, los medios eróticos y espirituales para tu propia transformación y transfiguración. Así es como funciona la abyección, según Genet. La palabra en sí no ocurre dentro de este pasaje de Milagro de la Rosa, tal vez porque al momento de su composición en 1943 Genet todavía no había leído el tratado de Jouhandeau “Acerca de la abyección”. Para el elaborado y explícito tratamiento sobre la abyección, necesitamos ir hacia las primeras secciones de El Diario de un Ladrón, un trabajo que consiste en un diálogo extendido entre la vergüenza y el orgullo.
Es aquí donde Genet describe la experiencia de la abyección que lo confrontaba con la necesidad existencial de sentir un amargo placer en la humillación, de glamorizarla, de glorificarse locamente en ella, ya que esa era la única manera que podía resistir sus efectos destructores del alma. Viviendo indigente en España como pordiosero y prostituto, a la edad de 20 años, Genet conoció lo que llama “la majestuosidad de la abyección… A pesar de que no te pueda describir su mecanismo, por lo menos puedo decir que lentamente me forcé a considerar que esta miserable vida era una necesidad elegida. Nunca intenté hacer de ella algo más de lo que era, no la traté de adornar, de enmascarar; Quería afirmarla precisamente en su sordidez, y las más sórdidas muestras para mí se volvían muestras de grandeza.”
Como ejemplo, Genet cuenta la historia de cómo fue arrestado por la policía que vació sus bolsas y encontró un tubo medio usado de vaselina - y mentolada, además. “Así es que ¿te la metes por la nariz?” se burla el oficial de policía, lanzando una ronda de burlas generales, en la que Genet participa lastimeramente. “Entre los elegantes objetos tomados de las bolsas de hombres que habían sido arrestados durante la redada, el tubo de vaselina era la muestra de la abyección en sí misma, el tipo de abyección que uno toma las mayores precauciones para esconder, y sin embargo el símbolo de una gracia secreta que pronto me salvaría del desprecio. Cuando me encerraron en una celda, y en cuanto pude elevar mi humor suficientemente como para recuperarme de la miseria de mi arresto, la imagen de ese tubo de vaselina nunca me abandonó. Los policías la habían blandido enfrente de mí para presumir su venganza, su odio, su desprecio. Pero ¡mira nada más! Ese objeto sucio y miserable, cuyo propósito parecía a todo el mundo (incluyendo los musculosos policías) ser completamente vil, se volvió para mi extremadamente preciado.” En contraste con muchos objetos que Genet señala con particular ternura, no estaba rodeado en sus ojos con una aureola de belleza: “simplemente estaba allí, en la mesa, un tubo de vaselina pequeño, gris plomo, opaco, roto y lívido,” cuya correspondencia con todos los mobiliarios comunes de la cárcel lo hubieran deprimido, si no hubiera evocado para él “la preparación de tantos gozos secretos,” si no se hubiera vuelto tan seguido “la condición de mi felicidad…acostado en la mesa, era una pancarta anunciándole a las legiones invisibles mi triunfo sobre la policía. Yo estaba en una celda de detención. Sabía que toda la noche mi tubo de vaselina estaría expuesto al desprecio de un grupo de fuertes, guapos y fornidos policías, una Adoración de los Magos invertida…. Sin embargo, estaba seguro de que este enclenque y sumamente humilde objeto estaría a la altura; por su mera presencia, podría exasperar a toda la policía del mundo.”
¿Cómo podría esta tradición de reflexión gay de abyección ofrecer una alternativa significativa al psicoanálisis para el propósito de prevención de VIH/sida? Michael Warner nos había pedido que consideráramos la posibilidad que la abyección podría ser la verdad secreta pero no reconocida del sujeto masculino gay y que la razón por la cual algunos hombres gay practican sexo arriesgado podría ser que la posibilidad de ser infectados con VIH los conecta con el placer que reciben en la transgresión y la degradación; por lo tanto produce un estremecimiento irresistible en ellos. Supongamos que Warner tiene razón. ¿Qué conclusiones podríamos derivar de este diagnóstico? La respuesta depende en la manera que entendemos la abyección. Si, por un lado, la abyección se refiere a algo profundo en la estructura psíquica de la homosexualidad que causa que hombres gay busquen su propia aniquilación, esa idea – por muy interesante o repugnante en sí misma – parece tener poco uso práctico para la prevención de VIH/sida, excepto en la medida que explica por qué fracasan los esfuerzos de prevención: fracasan porque son fútiles, porque los hombres gay, a menos que sean salvados por la terapia, en verdad (inconscientemente) quieren ser matados. Si, por el otro lado, la abyección le pone nombre a la situación social que nos fuerza, para sobrevivir, a resistir la aplastante carga de la vergüenza, a adquirir placer de nuestra exclusión de la escena de pertenencia social, y de alguna manera, transmutar el rechazo hacia la glorificación, entonces la abyección parecería tener algunos usos vitales. Con esta última interpretación, la abyección no representaría un muy oscuro o profundo secreto, del tipo que sólo el psicoanálisis puede revelar, sino un fenómeno social observable, cuyas implicaciones para la prevención de VIH/sida esperan una cuidadosa deliberación. Después de todo, la genialidad del sexo gay – y no sólo del sexo gay – reside precisamente en su habilidad de transmutar experiencias desagradables de degradación social hacia experiencias de placer. En vez de preocuparnos acerca del atractivo sexual de la humillación para los hombres gay, entonces, y preguntarnos sobre qué haremos al respecto, lo que realmente deberíamos de estar haciendo es pensar concretamente acerca de cómo movilizar el poder transformativo de la abyección, cómo hacerlo que trabaje para nosotros.
La cultura gay tiene una larga historia de hacer uso productivo de la abyección. El mero título de la legendaria revista de los años 90, “Dumb Bitch Deserves to Die” (“Perra pendeja merece morir”) de Bruce LaBruce, habla elocuentemente de la ingenuidad de la cultura gay en la conversión de la abyección infligida por VIH/sida hacia un potente recurso de desafío social. El truco es sacar un relato no-patológico de la abyección, y eso significa, en el caso de abyección masculina gay, un relato no psicoanalítico. Sólo un relato no psicoanalítico de la abyección puede lidiar con la especificidad del atractivo de la abyección para los hombres gay sin atribuirles como grupo una condición psíquica defectuosa. Si, por ejemplo, pensamos en la abyección no como el síntoma de un impulso inconsciente hacia la auto-aniquilación sino como un estímulo hacia el ingenio social y sexual, como un motivo para extraer placer intensificado de la experiencia del dolor, miedo, rechazo, humillación, desdén, vergüenza, brutalidad, ira, disgusto, o subyugación, entonces no tenemos razón alguna para creer que la abyección es más particularmente responsable por la disponibilidad que tienen los hombres gay para tener sexo arriesgado que ninguno de los otros factores que Warner enumera, o que eso pone a los hombres gay en un riesgo particularmente elevado de contraer VIH, o que eso hace de los hombres gay insensibles a la educación de VIH/SIDA – y no necesitamos a los psicoanalistas para que nos ayuden a lidiar con ello. Necesitamos teóricos sociales y activistas como Warner y Crimp que nos ayuden a reflexionar sobre su poder y sus peligros. El mismo Crimp una vez argumentó, después de todo, que era nuestra propia perversidad la que nos salvaría del VIH/ SIDA, enseñándonos nuevas modalidades de placer. El ejemplo de Genet parecería apoyar esta declaración.
Warner tenía razón, entonces, al insistir en la necesidad de incorporar consideraciones de la subjetividad gay en las estrategias de prevención de VIH/sida; su esfuerzo nos debería de inspirar para llevar a cabo ese proyecto al mismo tiempo que nos advierte en contra de la conceptualización de la vida interna de la homosexualidad masculina en términos psicoanalíticos, especialmente cuando existen alternativas gay. Es posible reconocer los placeres que obtienen los hombres gay en el rendirse sin decretarles un profundo deseo de ser aniquilados o imaginarlos como poseídos, como la raza perdida en Forbidden Planet (El Planeta Prohibido), por monstruos del Id. Y eso debería facilitarnos el hablar abiertamente entre nosotros acerca de la fascinación de la abyección, porque ahora no tendremos que preocuparnos si esa conversación parecerá patologizante o punitiva. Más importante, sin la posibilidad de regresar a lugares comunes de la teoría psicoanalítica, no podremos evitar las duras, y específicas preguntas acerca de por qué algunos de nosotros, aquí, ahora, asumimos riesgos en nuestras prácticas sexuales. No podremos tan fácilmente ignorar los factores específicos, contingentes, históricos, como la gran falta de un discurso oficial en los Estados Unidos y un estándar comunitario de reducción de riesgo de VIH/sida, y las particulares, catastróficas consecuencias de la estrategia miedosa, poco realista y anticuada de eliminación de riesgo. Y entonces tal vez podamos elaborar algún tipo de acuerdos comunes acerca de cómo integrar nuestras complejas relaciones hacia el riesgo para lograr prácticas factibles de reducción de riesgo de VIH/sida. El verdadero desafío de la prevención de VIH/sida, en resumen, sería el exigir no un esfuerzo psicoanalítico para identificar y descubrir nuestros más profundos impulsos, sino la inteligencia colectiva para ser más listos que el virus y el valor para sobreponernos a la vergüenza acerca de los placeres abyectos que de hecho disfrutamos. La inhibición que debemos atravesar, en otras palabras, no es psíquica sino social. Esa es la razón por la que Warner decidió romper los tabúes sociales y publicar ese artículo en el primer lugar.
“¿Cómo podemos exitosamente combatir el SIDA sin comprender el atractivo de la auto-inmolación sexual y el enorme rango de reacciones defensivas a ese atractivo?” Esto me parece el desafío práctico que nos deja el ejemplo de Michael Warner. La formulación que acabo de citar, sin embargo, no es un llamado a pensar ya sea no-psicoanalíticamente o prácticamente acerca de cómo parar el SIDA. La pregunta no es de Michael Warner sino de Tim Dean, y para su eterna vergüenza no es una pregunta práctica sino retórica, diseñada para rechazar cualquier intento de prevención de SIDA que no esté psicoanalíticamente informado: “¿Cómo podemos exitosamente combatir la epidemia de VIH/sida sin comprender el atractivo de la auto-inmolación sexual?” Las preguntas urgentes, me parecen a mí, son las exactas opuestas: no sólo ¿cómo, específicamente, podemos combatir la epidemia de VIH/sida sin tratarla como un síntoma de un supuesto impulso de muerte, un impulso de muerte que de alguna manera se vuelve peculiar propiedad de hombres gay y personas viviendo con VIH/sida, pero también, ¿cómo una estrategia de prevención que si se enfoca en “el atractivo de la auto-inmolación sexual” puede producir algo útil como una iniciativa educacional? En todos los escritos que conozco que insiste en nuestra reconciliación con el impulso de muerte como la única manera realista de confrontar las profundas causas de la transmisión de VIH, no puedo pensar en una propuesta concreta o práctica para parar la epidemia que haya sido presentada con esta base. La utilidad del impulso de muerte parecería ser el opuesto del que típicamente afirman: lejos de ser lo más importante que tendríamos que considerar para parar la diseminación del VIH/sida, parecería que el VIH/sida se ha vuelto la consideración más necesaria de críticos psicoanalíticos para armar una teoría factible y persuasiva del impulso de muerte. No son los activistas de la prevención quienes necesitan el impulso de muerte para parar la epidemia: son los teóricos psicoanalíticos quienes necesitan la epidemia para hacernos creer en el impulso de muerte.
Y esa es otra razón que tenemos aquellos que deseamos encontrar otras maneras de pensar en el sexo, el placer, la sexualidad y la subjetividad después de Foucault, para resistir el dominio del psicoanálisis.
(Traducción: Jessica Kreimerman Lew, 22-08-04)