El rostro múltiple de la homofobia
El término homofobia poco a poco se integra al lenguaje común, aunque los terrenos que abarca suelen tener fronteras poco definidas. La intolerancia y el desprecio hacia las y los que tienen preferencias e identidades sexuales distintas de la heterosexualidad tienen muchas maneras de expresarse, a veces sin que exista conciencia. En este texto se exploran los aspectos múltiples de los fantasmas que muchas veces el mundo heterosexual se elabora a propósito de la homosexualidad.
Por Louis-Georges Tin
De acuerdo con una opinión muy extendida, la homosexualidad sería hoy más libre que nunca: presente y visible en todas partes, en la calle, en los diarios, en la televisión, en el cine. Estaría incluso muy aceptada, pues así lo revelan los recientes avances legislativos en Norteamérica y en Europa en materia de reconocimiento de parejas del mismo sexo. Ciertamente se necesitan todavía algunos ajustes más para erradicar las últimas discriminaciones, pero con la evolución de las mentalidades esto sería una simple cuestión de tiempo.
Tal vez. Pero tal vez no, pues para un observador un poco más atento, la situación es muy distinta. A decir verdad, el siglo XX, en su conjunto, ha sido el periodo más violentamente homófobo de la historia: deportación a los campos de concentración en la época nazi, gulag en la Unión Soviética, chantajes y persecuciones en Estados Unidos en tiempos de McCarthy, todo eso parece ya lejano. Pero muy a menudo las condiciones de existencia en el mundo actual siguen siendo difíciles. La homosexualidad parece ser discriminada en todos lados; al menos en 80 naciones la ley condena los actos homosexuales, en ocasiones con cárcel perpetua, y en unos diez países con la pena de muerte. La homofobia se expresa aun en naciones donde la homosexualidad no figura en el código penal, como Brasil, donde en los últimos veinte años han sido contabilizados alrededor de dos mil crímenes por homofobia. En estas condiciones es difícil pensar que la “tolerancia” gana terreno.
La homofobia constituye un problema humano, grave y complejo, con resonancias múltiples, que requiere de una reacción concertada y de una reflexión previa. ¿Pero qué es en realidad la homofobia? Al parecer el término circulaba ya en los años sesenta, pero el primer registro escrito es responsabilidad de K.T. Smith, autor, en 1971, de un artículo titulado “Homofobia: un perfil tentativo de la personalidad”. Se trata de un vocablo muy reciente, cuya historia es sin embargo relativamente rica.
A lo largo de los años el espectro semántico del término no ha dejado de evolucionar por ampliaciones sucesivas. En 1972, Weinberg definía la homofobia como “el miedo a estar con un homosexual en un espacio cerrado”, definición muy restrictiva que quedó rápidamente rebasada en el lenguaje común, como testifica la definición del Pequeño Larousse: “Rechazo de la homosexualidad, hostilidad sistemática hacia los homosexuales”.
Ampliando el análisis, Daniel Welzer-Lang ha sugerido una nueva definición. Para él, la homofobia “es, de modo más extenso, la denigración en los hombres de cualidades consideradas femeninas y, en cierta medida, de las cualidades consideradas masculinas en las mujeres”. De esta manera, intenta ligar entre ambas formas “la homofobia particular, ejercida contra gays y lesbianas, y la homofobia general, que toma forma a partir de la construcción y jerarquización de los géneros masculino y femenino”, un fenómeno que puede afectar a todos los individuos, cualquiera que sea su orientación sexual, lo que explicaría que el insulto “puto” se pueda también aplicar a personas claramente heterosexuales en la medida en que, más allá de las preferencias, denuncia sobre todo una infracción a esa “virilidad perfecta” que supone la construcción social de lo masculino.
Amenaza a lo establecido
Es evidente que la noción de homofobia se extendió progresivamente en la medida en que las investigaciones emprendidas permitían comprender que los actos, palabras o actitudes percibidas claramente como homófobicas sólo eran el epifenómeno de una construcción cultural más general, cuyos efectos comunes constituyen una violencia que atraviesa a la sociedad en su conjunto.
El origen profundo de la homofobia debe, sin duda, buscarse en el heterosexismo, que tiende a hacer de la heterosexualidad la única experiencia sexual legítima, posible e, incluso, pensable, lo que explica que muchas personas vivan su vida sin haber jamás pensado en esta realidad homosexual, presente sin embargo en todas partes y mucho menos oculta de lo que en un principio pudiera creerse. Más que una norma, que supondría todavía algo explícito, la heterosexualidad se convierte, para quienes así condiciona, en lo impensado de su construcción psíquica particular y en el a priori de toda sexualidad humana en general. De hecho, si no se contempla todo el horror que representa la homosexualidad para ciertas personas, se corre el riesgo de no entender la homofobia en lo que tiene de más radical.
Para las personas más condicionadas por el heterosexismo, la simple existencia de los homosexuales, quienes no los amenazan en lo más mínimo, constituye subjetivamente una amenaza para el edificio psíquico que han construido larga y pacientemente a partir de esa exclusión, y esto permite explicar por qué el miedo, y más aún el odio que de todo ello resulta, puede llegar a las violencias más brutales. Por supuesto, este miedo no podría erigirse en circunstancia atenuante y mucho menos en justificación para los crímenes por homofobia. Este miedo es a menudo materia de alegato, por cierto exitoso, en los tribunales estadounidenses en beneficio de individuos que asisten a lugares de ligue, armados con bates de bates de béisbol para “golpear locas”, y que se escudan detrás de la noción de “pánico sexual” en un colmo de mala fe y de crueldad cínica.
Por lo demás, las teorías teológicas, morales, jurídicas, médicas, biológicas, psicoanalíticas, antropológicas, etc, nunca son más que razones inventadas para justificar una convicción íntima; y resulta por lo general inútil demostrarle a quienes ven en la homosexualidad una suerte de tara o patología, que su creencia obsoleta ha quedado desde hace tiempo invalidada por la propia medicina: lejos de ser la causa de su homofobia, este discurso médico, históricamente rebasado, sólo serviría ocasionalmente para la forma y, a lo sumo, para alguna eventual confirmación.
Grandes olas de homofobia
Falta por comprender por qué la homofobia surge o resurge de modo más violento en tal época, tal lugar o bajo tal forma precisa.
Más allá de las manifestaciones comunes, pareciera que las grandes olas de homofobia obedecen por lo general a manifestaciones oportunistas. De hecho, la Historia está llena de enseñanzas al respecto. Desde los primeros tiempos de la revolución comunista, la homosexualidad fue relativamente “tolerada”; en su primera edición, de 1930, la Enciclopedia soviética afirmaba claramente que la homosexualidad no era ni un crimen ni una enfermedad. Las penurias del régimen y el ascenso de Stalin al poder contribuyeron a endurecer las condiciones de vida; la homosexualidad fue de nuevo penalizada en 1933 y pronto se volvió crimen contra el Estado, signo de decadencia burguesa y, más aún, una perversión fascista. Y, como señala Daniel Borrillo, “por una triste ironía de la Historia, la Alemania nazi instrumentaba en la misma época un plan de persecución y exterminio de homosexuales en el cual los asimilaban con los comunistas”.
Estos ejemplos muestran claramente que la homofobia latente, e inherente al heterosexismo, puede ser bruscamente reactivada por una crisis grave que justifique la búsqueda de un chivo expiatorio. Habiéndosele atribuido todos los males, la homosexualidad puede entonces volverse razón suficiente para purgas que se juzgan necesarias: asimilada así a la herejía búlgara durante la Edad Media, la sodomía fue utilizada como instrumento de inculpación en la lucha contra las “desviaciones” religiosas, contra los Templarios, por ejemplo. Con una lógica parecida, durante las guerras de religión, la homosexualidad se volvió vicio católico según los hugonotes y vicio hugonote para los católicos; en la misma época se le asoció a las costumbres italianas, en la medida en que la Corte de Francia parecía invadida por la cultura italiana; luego fue el turno de las costumbres inglesas, cuando el imperio británico alcanzaba su apogeo; o a las costumbres alemanas, en el momento más crucial de la rivalidad franco-alemana; o al cosmopolitismo judío o al espíritu comunitario estadounidense de hoy. Vicio burgués para los proletarios del siglo XIX, también fue para el burgués de entonces algo propio de las clases trabajadoras, siempre inmorales, o de la aristocracia, necesariamente decadente. Todavía hoy, en Medio Oriente, India o Japón, se le percibe como una práctica occidental; en África negra, por supuesto, se trata de un asunto de blancos.
Las múltiples formas de acción de la homofobia son a menudo ambiguas y resulta difícil clasificar estas diversas violencias, ya sean formales, es decir ejercidas bajo control del Estado (pena de muerte, trabajos forzados, castración, clitoridectomías, encarcelamiento, confinación) o más bien informales (asesinatos, violaciones punitivas, golpizas, agresiones físicas o verbales, vejaciones, acoso). Por otro lado, esta misma distinción está sujeta a duda en la medida en que, en ciertos países, las violencias informales cuentan con la aprobación o la complicidad de las autoridades que se supone debieran condenarlas. Siendo tan ambiguo el papel de las autoridades, a menudo resulta difícil precisar el límite entre lo formal y lo informal.
Más allá de esta homofobia de Estado, la homofobia social, que es más difusa, se ejerce en todos los medios: en la familia, la escuela, el ejército, en el mundo del trabajo, en el mundo político, en los medios, en el mundo del deporte, en las cárceles, etc. Estas violencias físicas, morales, y en ocasiones las dos al mismo tiempo, son aun menos conocidas cuando quienes las padecen se niegan con frecuencia a denunciarlas, ya por el miedo de ver así develada su homosexualidad, o por el miedo también a las represalias, sobre todo cuando estos actos son perpetrados al interior de un grupo, de un dormitorio, de un equipo, reduciendo al silencio a las víctimas más vulnerables.
Pero la homofobia común se ejerce todavía mejor en el orden simbólico. Más allá de los actos, actitudes y discursos percibidos claramente como homofóbicos, los responsables a priori de la organización social han creado una estructura cuya violencia diaria resulta difícil de concebir para quienes se han venido organizando precisamente a lado de dichos responsables. En efecto, como lo apunta Didier Eribon, por racista que sea el medio en el que nace, un niño negro tiene por lo menos todas las oportunidades de crecer en una familia que le permita construir su imagen bajo una sensación de relativa legitimidad. En cambio, en las familias heterosexuales, donde crece la mayoría de hombres y mujeres homosexuales, la conciencia progresiva de este deseo constituye por lo general un reto tanto más difícil por tener que guardarse secreto. La vergüenza, la soledad, la desesperación por no ser nunca amado, el pánico de ser descubierto un día, colocan al individuo en una suerte de cárcel interior que a menudo le lleva a sobrestimar la actitud negativa que pudiera manifestar su entorno.
El anatema y las condenas son a menudo inútiles. Los padres, los amigos, la televisión, el cine, los libros de infancia, las revistas de adultos, todo celebra al máximo a la pareja heterosexual. Sin que nada le sea dicho, y a medida que crece, el niño comprende, de manera más o menos consciente, que la alternativa es imposible, ya que la homosexualidad está fuera del lenguaje, cuando no fuera de la ley. Sólo figura en los insultos más soeces: “marica”, “puto”, y otros cargos honoríficos, cuya carga homofóbica ya no sienten ni siquiera quienes los profieren, quienes relegan a la homosexualidad masculina al rango de lo innoble, en tanto la homosexualidad femenina queda, por lo demás, fuera casi de todo pensamiento.
Incluso en el silencio, esta violencia simbólica, aparentemente suavizada pero generalizada, se impone en la conciencia de aquellos sobre quienes se ejerce. La tolerancia forma casi parte de un intercambio mercantil. Entre más garantías de buena conducta ofrece la persona homosexual, mayor aceptación espera obtener de los demás. Esta homofobia, de aspecto liberal, a la vez tolerante y condescendiente, lleva entonces a multiplicar las falsas apariencias y las mentiras honorables, las cuales, aun sin engañar a nadie, son los prerrequisitos para un reconocimiento siempre precario.
Esta lógica de la aceptación social a cualquier precio conduce a quienes la aceptan a adoptar, en su situación de dominados, el punto de vista de los dominantes, fuente de desgarramientos interiores y de innumerables desórdenes psíquicos. Cultiva en ellos un sentimiento de homofobia interiorizada, verdadero desprecio de sí, que puede ser la causa de violencias extremas. La necesidad de probar su “normalidad” lleva así a ciertos individuos a agredir o a perseguir a quienes perciben como homosexuales. De esto la historia contemporánea nos ha brindado un ejemplo elocuente. Además del comunismo, la “cacería de brujas”, en la época de MacCarthy en Estados Unidos, se dirigió en gran medida contra la homosexualidad. Pero se ignora también que uno de sus protagonistas principales, John Edgar Hoover, director del FBI, era homo o bisexual, y que su política homofóbica, patriótica y violenta, debía sin duda ofrecer, en primer lugar a él mismo, la prueba de su virilidad infalible.
Sea como fuere, esta homofobia interiorizada, cuya violencia se ejerce contra los demás homosexuales o con más frecuencia contra el sujeto mismo, es uno de los aspectos más odiosos de este orden simbólico, ya que actúa de hecho sin tener que actuar. Los efectos de la vergüenza que suscita y cultiva le dispensan de toda acción visible, de tal suerte que muchas personas, incluso gente de buena fe, han dejado de creer que la homofobia esté tan presente y llegan más bien a sospechar una estructura paranoica en quienes se llegan a quejar de ella. De este modo, al negarse a ver que lo propio de la violencia simbólica es precisamente poder ejercerse sin obligación aparente, se vuelven los aliados objetivos de un mecanismo que no quieren conocer.
La lucha contra la homofobia, cuyas causas parecen tan profundas y sus instrumentos tan eficaces, resulta una empresa muy difícil. En la medida en que las leyes que condenan o discriminan a la homosexualidad son más el efecto que la causa de la homofobia dominante, el simple hecho de abolirlas parece una medida necesaria, aunque insuficiente. Habría que ir más lejos para crear las condiciones de una verdadera revolución de las mentalidades. El trabajo necesario requiere tiempo, energía y también lucidez.
Tomado parcialmente del libro Dictionnaire de l’homophobie, compilado por Louis-Georges Tin, con prefacio de Bertrand Delanoë. Presses Universitaires de France. París, 2003.
El término homofobia poco a poco se integra al lenguaje común, aunque los terrenos que abarca suelen tener fronteras poco definidas. La intolerancia y el desprecio hacia las y los que tienen preferencias e identidades sexuales distintas de la heterosexualidad tienen muchas maneras de expresarse, a veces sin que exista conciencia. En este texto se exploran los aspectos múltiples de los fantasmas que muchas veces el mundo heterosexual se elabora a propósito de la homosexualidad.
Por Louis-Georges Tin
De acuerdo con una opinión muy extendida, la homosexualidad sería hoy más libre que nunca: presente y visible en todas partes, en la calle, en los diarios, en la televisión, en el cine. Estaría incluso muy aceptada, pues así lo revelan los recientes avances legislativos en Norteamérica y en Europa en materia de reconocimiento de parejas del mismo sexo. Ciertamente se necesitan todavía algunos ajustes más para erradicar las últimas discriminaciones, pero con la evolución de las mentalidades esto sería una simple cuestión de tiempo.
Tal vez. Pero tal vez no, pues para un observador un poco más atento, la situación es muy distinta. A decir verdad, el siglo XX, en su conjunto, ha sido el periodo más violentamente homófobo de la historia: deportación a los campos de concentración en la época nazi, gulag en la Unión Soviética, chantajes y persecuciones en Estados Unidos en tiempos de McCarthy, todo eso parece ya lejano. Pero muy a menudo las condiciones de existencia en el mundo actual siguen siendo difíciles. La homosexualidad parece ser discriminada en todos lados; al menos en 80 naciones la ley condena los actos homosexuales, en ocasiones con cárcel perpetua, y en unos diez países con la pena de muerte. La homofobia se expresa aun en naciones donde la homosexualidad no figura en el código penal, como Brasil, donde en los últimos veinte años han sido contabilizados alrededor de dos mil crímenes por homofobia. En estas condiciones es difícil pensar que la “tolerancia” gana terreno.
La homofobia constituye un problema humano, grave y complejo, con resonancias múltiples, que requiere de una reacción concertada y de una reflexión previa. ¿Pero qué es en realidad la homofobia? Al parecer el término circulaba ya en los años sesenta, pero el primer registro escrito es responsabilidad de K.T. Smith, autor, en 1971, de un artículo titulado “Homofobia: un perfil tentativo de la personalidad”. Se trata de un vocablo muy reciente, cuya historia es sin embargo relativamente rica.
A lo largo de los años el espectro semántico del término no ha dejado de evolucionar por ampliaciones sucesivas. En 1972, Weinberg definía la homofobia como “el miedo a estar con un homosexual en un espacio cerrado”, definición muy restrictiva que quedó rápidamente rebasada en el lenguaje común, como testifica la definición del Pequeño Larousse: “Rechazo de la homosexualidad, hostilidad sistemática hacia los homosexuales”.
Ampliando el análisis, Daniel Welzer-Lang ha sugerido una nueva definición. Para él, la homofobia “es, de modo más extenso, la denigración en los hombres de cualidades consideradas femeninas y, en cierta medida, de las cualidades consideradas masculinas en las mujeres”. De esta manera, intenta ligar entre ambas formas “la homofobia particular, ejercida contra gays y lesbianas, y la homofobia general, que toma forma a partir de la construcción y jerarquización de los géneros masculino y femenino”, un fenómeno que puede afectar a todos los individuos, cualquiera que sea su orientación sexual, lo que explicaría que el insulto “puto” se pueda también aplicar a personas claramente heterosexuales en la medida en que, más allá de las preferencias, denuncia sobre todo una infracción a esa “virilidad perfecta” que supone la construcción social de lo masculino.
Amenaza a lo establecido
Es evidente que la noción de homofobia se extendió progresivamente en la medida en que las investigaciones emprendidas permitían comprender que los actos, palabras o actitudes percibidas claramente como homófobicas sólo eran el epifenómeno de una construcción cultural más general, cuyos efectos comunes constituyen una violencia que atraviesa a la sociedad en su conjunto.
El origen profundo de la homofobia debe, sin duda, buscarse en el heterosexismo, que tiende a hacer de la heterosexualidad la única experiencia sexual legítima, posible e, incluso, pensable, lo que explica que muchas personas vivan su vida sin haber jamás pensado en esta realidad homosexual, presente sin embargo en todas partes y mucho menos oculta de lo que en un principio pudiera creerse. Más que una norma, que supondría todavía algo explícito, la heterosexualidad se convierte, para quienes así condiciona, en lo impensado de su construcción psíquica particular y en el a priori de toda sexualidad humana en general. De hecho, si no se contempla todo el horror que representa la homosexualidad para ciertas personas, se corre el riesgo de no entender la homofobia en lo que tiene de más radical.
Para las personas más condicionadas por el heterosexismo, la simple existencia de los homosexuales, quienes no los amenazan en lo más mínimo, constituye subjetivamente una amenaza para el edificio psíquico que han construido larga y pacientemente a partir de esa exclusión, y esto permite explicar por qué el miedo, y más aún el odio que de todo ello resulta, puede llegar a las violencias más brutales. Por supuesto, este miedo no podría erigirse en circunstancia atenuante y mucho menos en justificación para los crímenes por homofobia. Este miedo es a menudo materia de alegato, por cierto exitoso, en los tribunales estadounidenses en beneficio de individuos que asisten a lugares de ligue, armados con bates de bates de béisbol para “golpear locas”, y que se escudan detrás de la noción de “pánico sexual” en un colmo de mala fe y de crueldad cínica.
Por lo demás, las teorías teológicas, morales, jurídicas, médicas, biológicas, psicoanalíticas, antropológicas, etc, nunca son más que razones inventadas para justificar una convicción íntima; y resulta por lo general inútil demostrarle a quienes ven en la homosexualidad una suerte de tara o patología, que su creencia obsoleta ha quedado desde hace tiempo invalidada por la propia medicina: lejos de ser la causa de su homofobia, este discurso médico, históricamente rebasado, sólo serviría ocasionalmente para la forma y, a lo sumo, para alguna eventual confirmación.
Grandes olas de homofobia
Falta por comprender por qué la homofobia surge o resurge de modo más violento en tal época, tal lugar o bajo tal forma precisa.
Más allá de las manifestaciones comunes, pareciera que las grandes olas de homofobia obedecen por lo general a manifestaciones oportunistas. De hecho, la Historia está llena de enseñanzas al respecto. Desde los primeros tiempos de la revolución comunista, la homosexualidad fue relativamente “tolerada”; en su primera edición, de 1930, la Enciclopedia soviética afirmaba claramente que la homosexualidad no era ni un crimen ni una enfermedad. Las penurias del régimen y el ascenso de Stalin al poder contribuyeron a endurecer las condiciones de vida; la homosexualidad fue de nuevo penalizada en 1933 y pronto se volvió crimen contra el Estado, signo de decadencia burguesa y, más aún, una perversión fascista. Y, como señala Daniel Borrillo, “por una triste ironía de la Historia, la Alemania nazi instrumentaba en la misma época un plan de persecución y exterminio de homosexuales en el cual los asimilaban con los comunistas”.
Estos ejemplos muestran claramente que la homofobia latente, e inherente al heterosexismo, puede ser bruscamente reactivada por una crisis grave que justifique la búsqueda de un chivo expiatorio. Habiéndosele atribuido todos los males, la homosexualidad puede entonces volverse razón suficiente para purgas que se juzgan necesarias: asimilada así a la herejía búlgara durante la Edad Media, la sodomía fue utilizada como instrumento de inculpación en la lucha contra las “desviaciones” religiosas, contra los Templarios, por ejemplo. Con una lógica parecida, durante las guerras de religión, la homosexualidad se volvió vicio católico según los hugonotes y vicio hugonote para los católicos; en la misma época se le asoció a las costumbres italianas, en la medida en que la Corte de Francia parecía invadida por la cultura italiana; luego fue el turno de las costumbres inglesas, cuando el imperio británico alcanzaba su apogeo; o a las costumbres alemanas, en el momento más crucial de la rivalidad franco-alemana; o al cosmopolitismo judío o al espíritu comunitario estadounidense de hoy. Vicio burgués para los proletarios del siglo XIX, también fue para el burgués de entonces algo propio de las clases trabajadoras, siempre inmorales, o de la aristocracia, necesariamente decadente. Todavía hoy, en Medio Oriente, India o Japón, se le percibe como una práctica occidental; en África negra, por supuesto, se trata de un asunto de blancos.
Las múltiples formas de acción de la homofobia son a menudo ambiguas y resulta difícil clasificar estas diversas violencias, ya sean formales, es decir ejercidas bajo control del Estado (pena de muerte, trabajos forzados, castración, clitoridectomías, encarcelamiento, confinación) o más bien informales (asesinatos, violaciones punitivas, golpizas, agresiones físicas o verbales, vejaciones, acoso). Por otro lado, esta misma distinción está sujeta a duda en la medida en que, en ciertos países, las violencias informales cuentan con la aprobación o la complicidad de las autoridades que se supone debieran condenarlas. Siendo tan ambiguo el papel de las autoridades, a menudo resulta difícil precisar el límite entre lo formal y lo informal.
Más allá de esta homofobia de Estado, la homofobia social, que es más difusa, se ejerce en todos los medios: en la familia, la escuela, el ejército, en el mundo del trabajo, en el mundo político, en los medios, en el mundo del deporte, en las cárceles, etc. Estas violencias físicas, morales, y en ocasiones las dos al mismo tiempo, son aun menos conocidas cuando quienes las padecen se niegan con frecuencia a denunciarlas, ya por el miedo de ver así develada su homosexualidad, o por el miedo también a las represalias, sobre todo cuando estos actos son perpetrados al interior de un grupo, de un dormitorio, de un equipo, reduciendo al silencio a las víctimas más vulnerables.
Pero la homofobia común se ejerce todavía mejor en el orden simbólico. Más allá de los actos, actitudes y discursos percibidos claramente como homofóbicos, los responsables a priori de la organización social han creado una estructura cuya violencia diaria resulta difícil de concebir para quienes se han venido organizando precisamente a lado de dichos responsables. En efecto, como lo apunta Didier Eribon, por racista que sea el medio en el que nace, un niño negro tiene por lo menos todas las oportunidades de crecer en una familia que le permita construir su imagen bajo una sensación de relativa legitimidad. En cambio, en las familias heterosexuales, donde crece la mayoría de hombres y mujeres homosexuales, la conciencia progresiva de este deseo constituye por lo general un reto tanto más difícil por tener que guardarse secreto. La vergüenza, la soledad, la desesperación por no ser nunca amado, el pánico de ser descubierto un día, colocan al individuo en una suerte de cárcel interior que a menudo le lleva a sobrestimar la actitud negativa que pudiera manifestar su entorno.
El anatema y las condenas son a menudo inútiles. Los padres, los amigos, la televisión, el cine, los libros de infancia, las revistas de adultos, todo celebra al máximo a la pareja heterosexual. Sin que nada le sea dicho, y a medida que crece, el niño comprende, de manera más o menos consciente, que la alternativa es imposible, ya que la homosexualidad está fuera del lenguaje, cuando no fuera de la ley. Sólo figura en los insultos más soeces: “marica”, “puto”, y otros cargos honoríficos, cuya carga homofóbica ya no sienten ni siquiera quienes los profieren, quienes relegan a la homosexualidad masculina al rango de lo innoble, en tanto la homosexualidad femenina queda, por lo demás, fuera casi de todo pensamiento.
Incluso en el silencio, esta violencia simbólica, aparentemente suavizada pero generalizada, se impone en la conciencia de aquellos sobre quienes se ejerce. La tolerancia forma casi parte de un intercambio mercantil. Entre más garantías de buena conducta ofrece la persona homosexual, mayor aceptación espera obtener de los demás. Esta homofobia, de aspecto liberal, a la vez tolerante y condescendiente, lleva entonces a multiplicar las falsas apariencias y las mentiras honorables, las cuales, aun sin engañar a nadie, son los prerrequisitos para un reconocimiento siempre precario.
Esta lógica de la aceptación social a cualquier precio conduce a quienes la aceptan a adoptar, en su situación de dominados, el punto de vista de los dominantes, fuente de desgarramientos interiores y de innumerables desórdenes psíquicos. Cultiva en ellos un sentimiento de homofobia interiorizada, verdadero desprecio de sí, que puede ser la causa de violencias extremas. La necesidad de probar su “normalidad” lleva así a ciertos individuos a agredir o a perseguir a quienes perciben como homosexuales. De esto la historia contemporánea nos ha brindado un ejemplo elocuente. Además del comunismo, la “cacería de brujas”, en la época de MacCarthy en Estados Unidos, se dirigió en gran medida contra la homosexualidad. Pero se ignora también que uno de sus protagonistas principales, John Edgar Hoover, director del FBI, era homo o bisexual, y que su política homofóbica, patriótica y violenta, debía sin duda ofrecer, en primer lugar a él mismo, la prueba de su virilidad infalible.
Sea como fuere, esta homofobia interiorizada, cuya violencia se ejerce contra los demás homosexuales o con más frecuencia contra el sujeto mismo, es uno de los aspectos más odiosos de este orden simbólico, ya que actúa de hecho sin tener que actuar. Los efectos de la vergüenza que suscita y cultiva le dispensan de toda acción visible, de tal suerte que muchas personas, incluso gente de buena fe, han dejado de creer que la homofobia esté tan presente y llegan más bien a sospechar una estructura paranoica en quienes se llegan a quejar de ella. De este modo, al negarse a ver que lo propio de la violencia simbólica es precisamente poder ejercerse sin obligación aparente, se vuelven los aliados objetivos de un mecanismo que no quieren conocer.
La lucha contra la homofobia, cuyas causas parecen tan profundas y sus instrumentos tan eficaces, resulta una empresa muy difícil. En la medida en que las leyes que condenan o discriminan a la homosexualidad son más el efecto que la causa de la homofobia dominante, el simple hecho de abolirlas parece una medida necesaria, aunque insuficiente. Habría que ir más lejos para crear las condiciones de una verdadera revolución de las mentalidades. El trabajo necesario requiere tiempo, energía y también lucidez.
Tomado parcialmente del libro Dictionnaire de l’homophobie, compilado por Louis-Georges Tin, con prefacio de Bertrand Delanoë. Presses Universitaires de France. París, 2003.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario