Por: Eric Fassin
Al menos en Francia, y en todo caso hasta fecha muy reciente, la “democracia sexual” aparece como una figura de retórica, como un oxímoron. Desde el siglo dieciocho, en la tradición liberal, ¿ la propia política no se construye acaso sobre las premisas de una división entre dos esferas muy distintas, una pública y otra privada? ¿Y acaso la retórica republicana, que renace en Francia a propósito del Bicentenario de la Revolución, no funda el laicismo sobre esta división erigida como valor fundacional? Sin embargo, más que seguir pensando en una historia inmóvil, que definiría la democracia a partir de principios intemporales, conviene tal vez hoy emprender una reflexión sobre el proceso de democratización. El imperio democrático no está para siempre definido –al menos ése es el punto de partida de las reflexiones siguientes: sigue siendo redefinido y su lógica sigue desplegándose. Dicho de otro modo, habrá que interrogarse sobre la extensión del campo de la democracia.
Las dos esferas
Sin duda el feminismo es el que primero plantea la cuestión del perímetro democrático. Por un lado, y de entrada, porque la Revolución francesa define lo que con la filósofa Genevieve Fraisse podríamos calificar de “democracia exclusiva”: la exclusión de las mujeres en el principio de la República nueva. Cuando el círculo se cierra de nuevo, lo hace instituyendo la diferencia de los sexos como una distinción natural que funda la discriminación política. Para las feministas, no se tratará así solamente de ampliar el círculo de la ciudadanía, para añadir electoras a los electores, elegidas a los elegidos, sino de apoyarse en esta diferencia para negarla, y así politizar lo que justificaba su exclusión de la política. Es el dilema de Olimpia de Gouges, durante la Revolución quien se manifiesta contra una sociedad que sólo desea conocerlas como mujeres: del mismo modo, la historiadora Joan Scott lo muestra bien: las feministas sólo “ofrecen paradojas”. “En resumen, desde el origen, la República aparece ya “generizada”, es decir, marcada lentamente por el género.
Pero hay todavía más. Y es que en una segundo tiempo al feminismo se le conduce no sólo a sexuar la política, sino a cuestionar la división entre las dos esferas, pública y privada. En efecto, si por ejemplo el feminismo liberal norteamericano, encarnado por Betty Friedan, pretende arrancar a las mujeres de la jaula dorada de la vida doméstica para abrirles en particular el mundo del trabajo, es preciso constatar rápidamente que los obstáculos para esta liberación no se limitan a la esfera política: los mecanismos de poder se juegan desde un inicio en la intimidad. Dicho de otro modo, para tomar el lema más célebre del feminismo norteamericano: “lo personal es político”, y es en la vida concreta, en lo más cercano y no en alguna abstracción lejana, donde nace la política. Así, no sólo la política es sexuada, sino también, de vuelta, el sexo es politizado.
Este vuelco se acompaña además de un desplazamiento. En efecto, en su retorno a la vida privada, la cuestión sexual ha cambiado de sentido –o mejor, se ha ampliado: el sexo remite siempre y sin duda al género, pero también, y al mismo tiempo, a la sexualidad. Indudablemente partimos de una cuestión sexuada, que tiene que ver con la presencia de las mujeres en la política. Sin embargo, esta cuestión se nos presenta nuevamente en la intimidad, por supuesto sexuada, pero también y desde ahora sexualizada. Pensemos para la época más reciente, en los debates franceses sobre la paridad: se trataba efectivamente, en un primer tiempo, de sexuar la política –las críticas formuladas ya durante la Revolución, actualizadas hoy por gracia del Bicentenario. Y a cambio comenzamos a interrogarnos más sobre las normas que rigen el espacio doméstico, con la división de las tareas, y también sobre las violencias, sexuadas y a veces sexualizadas, que laceran la intimidad. Es por ello que con justicia podemos jugar con la ambigüedad del lenguaje, en francés como en inglés, al abordar los asuntos sexuales, que tienen que ver a la vez con la sexualidad y con el género.
No podemos así limitarnos a pensar de modo separado los dos tiempos de este movimiento, y concentrarnos únicamente en la sexualización de la vida política, o en la sola politización de la esfera privada –como lo hace, por ejemplo, Anthony Giddens. El sociólogo inglés habla de la vida personal como de una democracia, transponiendo todos los criterios de ésta a aquella.: autonomía individual e igualdad de parejas, participación y deliberación, etc. Es incluso eso lo que definiría la intimidad moderna de las relaciones “puras”, es decir, las que escapan a las determinaciones institucionales o que más bien las rebasan. De cualquier modo, la “democratización de la vida personal”, según él, “no se desarrolla en la arena pública”. En otras palabras, las dos esferas siguen pensándose en paralelo, como si los debates públicos no tuvieran eco en la intimidad, y como si el espacio público no se reflejara en las negociaciones privadas.
Por el contrario, es en la interacción de estas dos esferas donde éstas se revelan una a otra permeables, lo que nos gustaría tomar aquí como objeto de estudio. Así en Francia y en otras partes, el debate en torno a las uniones del mismo sexo se sitúa claramente en la articulación de las dos esferas, pues lo que está en juego es el reconocimiento público de formas de organización de la vida privada. Pero si todos han podido medir el impacto de esta transformación de la intimidad, con las batallas en torno a la legitimación de lo que se ha convenido en llamar el “matrimonio gay”, será preciso interrogarse sobre los efectos correspondientes de los debates políticos sobre la negociación erótica, no sólo en términos de normalización (como se dice en ocasiones, ya para lamentarlo, ya para regocijarse de ello), sino también de invención (la ley podría así abrir espacios de redefinición normativa). En suma, la democracia sexual se juega en este vaivén entre las dos esferas, hasta hoy entendidas sobre todo en su separación, incluso en su competencia.
Politización y democratización
¿De qué modo esta politización, con su doble movimiento de sexualización de la política, y de politización del género y la sexualidad, participa de una democratización de las costumbres? Por un lado, la idea no es muy novedosa, pues encontramos ya su formulación en Tocqueville. Democracia en América propone en efecto una reflexión en dos tiempos sobre el movimiento democrático. Si el primer volumen se centra en la esfera pública, con la organización de la sociedad política norteamericana, el segundo se concentra en la esfera privada y en las formas de la vida doméstica. Los capítulos sobre el padre y los niños, sobre la joven y la esposa, y los de las relaciones entre hombres y mujeres, bosquejan el cuadro de una democratización de las costumbres: el principio de igualdad atraviesa de un lado a otro la intimidad de las parejas y de las familias.
Por otro lado, ¿acaso la politización de los asuntos sexuales no ha sido denunciado en Francia, y particularmente entre los autores cercanos a Tocqueville, reagrupados en torno de la revista Le Débat? Es justo a partir de 1989 cuando los partidarios franceses del liberalismo, a quienes antes entusiasmaba Norteamérica, comienzan a enarbolar el espantajo estadounidense de la “guerra de los sexos”: las “pasiones democráticas” animarían con un igualitarismo para ellos excesivo un movimiento considerado “políticamente correcto”, y de modo singular “sexualmente correcto”, con los paralelos entrecruzados de los movimientos feministas y homosexuales. No sólo la “guerra de los sexos” (y de las sexualidades) pondría en peligro al erotismo, supuestamente ajeno por naturaleza a la política, sino que la política misma sería amenazada. En efecto, demasiada democracia mataría a la democracia, y la ampliación del campo democrático marcaría el ocaso, cuando no el fin, de la democracia.
A nuestros liberales ya no les inquieta tanto, como sucedía con Richard Sennett, la “tiranía de la intimidad”. En un ensayo histórico clásico, el sociólogo norteamericano analizaba, no la democratización de la vida privada, sino, por decirlo de algún modo, la privatización de la democracia. Para este otro lector de Tocqueville, la modernidad traería consigo “la caída del hombre público” –dicho de otro modo, la escena privada suplantaría al espacio cívico. Es una tiranía suave: nos dejamos seducir por los encantos de la personalización y de la sicologización. Y evocamos por contraste la experiencia urbana, dado que la dinámica cívica es primeramente la de la ciudad, pública e impersonal. A partir de ahí, y comenzando por Jimmy Carter, los avatares de la política norteamericana no debían tranquilizarlo: la noción norteamericana de “carácter”, que habría de calificar al hombre político, como en el caso de George W. Bush, quien superó su alcoholismo (o descalificarlo, como en el caso de Bill Clinton, quien no pudo dominar sus pulsiones sexuales...), es hoy algo central en una nueva cultura política, menos cívica y más personal.
Por su parte, los liberales franceses no temen tanto la despolitización como la politización. Y es que la “tiranía de las minorías” tendría como efecto para estos neo-tocquevillianos, como por otro lado lo tuvo para Tocqueville la figura inversa de la “tiranía de las mayorías”, señalar en la democracia “un amor más ardiente y más durable por la igualdad que por la libertad”. Dicho de otra manera, y no sin alguna paradoja, el liberalismo francés se construiría así sobre el rechazo de la democracia al estilo americano, demasiado ávida de igualdad como para no sacrificar tarde o temprano el amor de la libertad. Para estos autores, la politización de las cuestiones sexuales tiene que ver sin duda con una lógica de igualdad democrática: las mujeres o los homosexuales, para sólo hablar de las minorías sexuales, no terminarían nunca de reivindicar derechos fundados no en un deseo de libertad, sino en una exigencia de igualdad. Peor aún: la igualdad se construiría sobre las ruinas de la libertad, y se tomaría el ejemplo privilegiado del acoso sexual, cuya represión prohibiría el “libertinaje” a la francesa; dicho de otro modo, se mataría el deseo y con ello su libertad incondicional. En suma, la democracia sexual marcaría el colapso de la democracia.
Paradójicamente, tenemos la sensación de que una generación intelectual forjada en reacción contra el “pensamiento 68”, tomó a cuenta suya, sin percatarse y sin incorporar las críticas, una de sus categorías, con mucho, la más problemática: la sexualidad pensada en efecto a partir del binomio formado por la represión y la liberación. Los liberales desean así presentarse como los nuevos defensores de la liberación sexual, en contra de los nuevos censores, que según ellos serían, ya no los guardianes del orden moral, sino los militantes que abogan por las causas feministas u homosexuales. En reacción contra los partidarios de la igualdad, supuestamente americanizados, se esbozaría la alianza improbable de los liberales franceses --que pese a todo aprendieron a oponerse al legado revolucionario francés--, con los libertarios, quienes se sienten herederos legítimos de mayo 68, y también con los conservadores, quienes se oponen totalmente a toda dinámica de progreso sexual.
Libertad e igualdad
¿Es acaso éste el sentido de nuestra actualidad sexual? Sin duda así lo harían pensar los debates que ocupan un primer plano de la escena pública. Pensemos en las controversias acerca de la pornografía o la prostitución: más allá de los polemistas que sólo logran confundir la preocupación por la seguridad y la nostalgia de pudores viejos, las feministas se dividen bruscamente en torno de dos polos: lo igualitario y lo libertario. Mientras unas vilipendian la inferiorización de las mujeres instrumentada por la sexualidad en las representaciones y aún más en las prácticas, otras se indignan con el daño a la elección autónoma de las mujeres que indudablemente traería consigo prohibición y represión. Encontramos la misma discrepancia en las polémicas sobre el acoso sexual y la violencia hacia las mujeres. Es cuestión de igualdad, dicen unos; es cuestión de libertad, responden otros. A través de la dominación masculina, lo que está en juego es la sexualidad de las mujeres: si los primeros denuncian la victimización como una violencia ejercida contra su deseo, los segundos acusan a la postura victimaria que impediría representar al sujeto deseante en femenino.
Sin embargo las cosas se complican, y esto lo apreciamos mejor partiendo de otro ejemplo: los debates recientes acerca del velo islámico. En el enfrentamiento de partidarios y adversarios de la ley, ¿no reivindicaba cada uno la igualdad? Mientras unos señalaban el confinamiento de las mujeres musulmanas, los otros denunciaban la exclusión de las jóvenes estigmatizadas –es decir, los dos rostros de la discriminación que domina en los “barrios”. Al mismo tiempo, ¿ no reivindicaba también cada uno la libertad? Si unos se presentaban como los defensores de las mujeres obligadas a portar el velo, los otros deseaban ser los voceros de las mujeres dueñas de su elección. En suma, la violencia de la polémica tiene sin duda mucho que ver con el hecho de que se afrontaban, no sistemas de valores distintos, sino opiniones divergentes sobre valores comunes: no libertad contra igualdad, sino una y otra expresadas de modo distinto. Y tal vez esta lectura podría llevarnos a releer las otras controversias: quienes defienden el derecho a prostituirse piensan ciertamente en una libertad de igualdad, mientras que quienes denuncian las violencias hacia las mujeres no sólo ven en ellas una desigualdad, sino una privación de libertad.
En lugar de oponer así la libertad y la igualdad --a la manera de dos partes en una disertación universitaria de filosofía, ideal para seducir por su sencillez en el espacio mediático de la vida intelectual, sin por ello pretender construir la síntesis--, podemos intentar rechazar la alternativa que se nos propone. No estamos condenados a escoger entre la libertad y la igualdad. De hecho la exigencia igualitaria –tenga que ver con el orden de los sexos o con la jerarquía de las sexualidades, y desemboque por ejemplo en la paridad o en el pacs-- nos invita a cuestionar las normas que organizan la desigualdad. No se trata de emancipar al género y a la sexualidad para descubrir la naturaleza del sexo, sino de cuestionar la construcción política de las normas. Dicho de otro modo, no se trata ya de liberación, sino de una mirada crítica. Y es que la reivindicación de igualdad conlleva una desnaturalización de las normas de la cual participa. En lugar de seguir apareciendo “normales”, éstas se revelan como “normadas”: al perder en evidencia pierden en poder.
Precisamente en ello se abre una libertad, o más precisamente un margen de libertad. No imaginemos por supuesto que esta politización significa el tránsito de un universo normativo de sujeción a un mundo de individuos autónomos liberados de las normas. La democratización no implica de modo alguno un vuelco de la sociedad holística hacia el individuo emancipado –ilusión social que la sociología, a la manera de Norbert Elias, puede por lo demás tomar como objeto, más que como herramienta. La democratización no se resume a una individualización. En cambio, es la naturaleza del dominio de las normas la que se transforma desde el momento en que éstas no se imponen ya con la evidencia de la naturaleza de las cosas. Nuestra actualidad sexual libera así la posibilidad de una distancia reflexiva: las normas dejan de ser transparentes, y por ser desde ahora visibles, se vuelven pensables, discutibles, criticables, negociables. Es en este sentido que podemos hablar de normas democráticas: están expuestas, y por ello sometidas a la interrogación y a la deliberación. En suma, las normas sexuales son democratizadas.
Si es cierto que en los enfrentamientos actuales un campo y otro desconocen la articulación de estas dos lógicas, no es menos cierto que ignorándolo sin duda, ellos mismos forman parte de esta transformación democrática. Las polémicas mediatizadas son la vertiente pública del ingreso de las normas en la deliberación, la cual ocurre al mismo tiempo en la intimidad, bajo la forma de negociaciones no menos políticas. Encontramos entonces en nuestra actualidad la doble cuestión: libertad e igualdad. Pero en lugar de que estos principios definan a priori los combates políticos, se vuelven sus significados –dicho de otro modo, son las deliberaciones, públicas o privadas, las que definen hoy a posteriori lo que significarán “libertad” o “igualdad”. Los discursos y las prácticas confieren sentido a estos términos abstractos: estos valores, con la tensión que los confronta y unifica a un mismo tiempo, encarnan en contextos históricos que les dan sentido. Contribuimos a definir las normas que nos definen: ése es hoy el significado de la democracia sexual.
Las normas sin trascendencia
La lógica democrática afecta entonces las normas –no sólo en su contenido (por una exigencia de igualdad), sino también, y de modo no menos radical, en su estatuto (teniendo por efecto una posibilidad de libertad). Lo que así se cuestiona es todo fundamento trascendente del orden normativo. En una sociedad democrática, las normas no son ya dadas por Dios, la Tradición o la Naturaleza, ni siquiera por la figura moderna de la Ciencia, que algunos quisieran ver relevando a las autoridades antiguas. De hecho las leyes no han sido fijadas de una vez por todas: se trata de un orden provisorio y contingente, susceptible de revisiones por estar sujeto a la deliberación. En suma, el orden social se revela histórico: a las normas no se les define ya de manera trascendente, sino en la inmanencia.
Esto también es cierto, ya lo hemos visto, para los propios principios democráticos: ni la libertad ni la igualdad quedan fijadas de una vez por todas, de acuerdo a alguna definición trascendente. Estos valores cobran sentido de manera inmanente, en los contextos en los que actúan y en la práctica. Una perspectiva así permitiría por lo demás retomar de nueva cuenta la cuestión del laicismo, en términos distintos a los que han prevalecido en las controversias sobre el velo islámico. En efecto, la postura que apela a la tradición republicana, ¿no consiste acaso en colocar el laicismo como un principio que trasciende a la historia, y no como un valor inmanente que cobraría sentido en contextos históricos específicos? En resumen, ¿el laicismo no funciona hoy en Francia como una invocación ahistórica de la historia?
Más que seguir definiendo al laicismo como la separación del registro público y el privado, ¿no conviene más pensarlo desde ahora como una crítica de las definiciones trascendentes del orden social –del cual las religiones sólo son modalidades? En otras palabras, no basta con invocar a la República para haber integrado la lógica democrática de definición de las normas, la cual supone deliberar sobre sus propios fundamentos. Y en las polémicas sobre el velo, del mismo modo que la Ciencia invocada como autoridad suprema, incluido el discurso religioso durante los debates sobre el matrimonio gay y el pacs, el laicismo planteado como valor intemporal bien podría no ser otra cosa que una retórica de la modernidad que ignora sus dinámicas sociológicas.
Queda por comprender de qué modo la democracia sexual no sólo es un ejemplo entre otros en el proceso de democratización que se extiende por nuestras sociedades, sino más bien una figura privilegiada: ¿acaso las cuestiones sexuales no se han vuelto asuntos centrales, y ya no periféricos, no sólo en Francia, sino en todo el mundo –trátese de la jerarquía de las sexualidades o de la igualdad entre los sexos, del matrimonio gay o de las violencias contra las mujeres? Podemos aventurar la hipótesis de que el orden sexual está en el centro de las batallas actuales justamente porque aparece como el último refugio de una representación inmutable del orden de las cosas. La politización de las normas sexuales es la última frontera del combate democrático, debido justamente a la ilusión naturalista que sigue imponiéndose cuando hablamos de sexo, como si el cuerpo mismo no fuera un objeto político.
No sorprende entonces que el Vaticano confiera tanta importancia al orden sexual: lejos de ver en él una aberración política, como si el asunto sólo fuera anecdótico, conviene entender, con la socióloga Daniele Hervieu-Léger, que las autoridades religiosas han percibido con lucidez que ahí se juega hoy la posibilidad misma de una definición trascendente del orden de las cosas. Y es por ello que el psicoanálisis (lacaniano) y el catolicismo (romano) erigen juntos la figura del Padre mayúsculo, garante trascendente de un orden sexual ahistórico, en contra de los cuestionamientos al orden sexual antiguo, y en reacción a lo que Michel Tort ha llamado “el fin del dogma paterno”.
Democracia sexual y biopoder
El estatuto de las cuestiones sexuales en la actualidad democrática se aclara finalmente al confrontar la noción del “bio-poder”. Sabemos por Michel Foucault que hemos pasado de una sociedad definida por el derecho de “hacer morir” a la nuestra, que caracteriza el poder de “hacer vivir”, es decir, “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida”. Y si el sexo ha cobrado una importancia tal “como apuesta política”, es porque se inscribe en entrecruce de dos ejes del “poder sobre la vida”, es decir, de las “disciplinas del cuerpo” y de la “regulación de las poblaciones”. De este modo, por ser “el hombre moderno un animal en cuya política su vida de ser viviente se cuestiona”, hoy “el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad”.
Por un lado, la noción de bio-poder puede emparentarse a la de democracia sexual: y así como no es posible reducir la política sexual a una simple dimensión de la democracia, tampoco podríamos contentarnos con decir que el poder se refiere también a la vida. El sexo es una apuesta política privilegiada, en un caso como en el otro. Es entonces un mismo punto de partida el que define a la democracia sexual y al bio-poder. Sin embargo, las dos nociones difieren profundamente. Y en efecto, por otro lado, y por decirlo así, para la democracia --no sólo de libertad y de igualdad, sino también de deliberación--, estas perspectivas están ausentes en el análisis foucaultiano, donde se habla más bien de disciplina y regulación, y donde las resistencias sólo son esfuerzos por revertir la lógica del poder sobre la vida.
Esta divergencia entre los dos enfoques queda marcada sobre todo en la articulación entre las leyes y las normas. Para Michel Foucault, el vuelco moderno es también “la importancia creciente que asume el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley”. No es que la ley desaparezca, sólo se le piensa como uno de los aparatos reguladores de una sociedad normalizadora. En cambio, la hipótesis de la democracia sexual revierte la perspectiva. No es que la ley nos libere de las normas, eso lo hemos visto, sino que la politización abre más bien un espacio, a la vez más arriba de las leyes, gracias a los debates, y más abajo, en la apropiación de las formas jurídicas, espacio que permite ver las normas como tales, revelando su carácter normativo, aflojando así las tenazas de la tiranía normativa.
¿Habrá que oponer democracia sexual y bio-poder como dos versiones simétricas de la politización moderna de las cuestiones sexuales, una optimista (o liberal), otra pesimista (o radical) –la primera esbozando la historia de una emancipación, en tanto la segunda describe un proceso de sujeción? Las cosas no son tan simples: conviene en efecto enmendar las dos versiones, a la luz una de la otra. Por un lado, la perspectiva foucaultiana sobre el poder, incluido el bio-poder, no se limita a una perspectiva en términos de disciplina y de regulación: el desplazamiento que realiza el filósofo entre el primer tomo de su Historia de la sexualidad y los siguientes marca bien una modificación. El filósofo Michel Feher subraya así que a finales de los años setenta, “Foucault tratará de analizar las resistencias de algún modo ‘por ellas mismas’, y no sólo desde el punto de vista del poder que las suscita”.
La noción de gobernabilidad le permite pensar no sólo la asignación, sino también la invención normativa en el registro de la ética: a partir de ahora, “se trata para él de describir la génesis y anatomía de una resistencia observando las nuevas relaciones hacia sí mismos que los individuos que la provocan consiguen inventar a partir de los mecanismos de sujeción de que son objeto”. Es entonces cuando Foucault se vuelve hacia la cuestión de los modos de vida –por ejemplo, en materia de homosexualidad, como lo atestiguan algunas entrevistas en los últimos años de su vida. En suma, la distancia se reduce con los análisis en términos de “democracia sexual”, ya que en la perspectiva foucaultiana, al aparecer como tal (”normada” más que “normal”), la norma ya no se impone como un poder sin otras resistencias que las residuales o reactivas: en ambos casos se abre la posibilidad de invención, ya sea en el espacio de la ley o, de acuerdo con Foucault, fuera de la ley.
Por un lado, las seducciones de la democracia sexual no deben cegarnos sobre los usos normativos de esta noción, dado que el concepto es inseparablemente una consigna. En nombre de la modernidad sexual, es una nueva norma de la sexualidad la que en ocasiones se impone hoy, a la vez en las relaciones heterosexuales, por contraste con la representación en los medios franceses de las “ciudades” asimiladas a “ruedas de molino”, y de los “salvajes insociables” como primitivos sexuales, y en las relaciones homosexuales, cuando el matrimonio gay aparece para ciertos conservadores norteamericanos, deseosos de acabar con toda subversión sexual, ya no como una nueva opción sexual, sino como un modelo de “civilización” y, por ende, de “normalización”.
Este viraje de la democracia en exhorto de liberación se produce también en la escena mundial: la modernidad sexual es hoy un arma en las relaciones internacionales. La guerra contra Afganistán descubrió una justificación suplementaria en su propósito de liberar a las mujeres prisioneras de la burqa. En el momento de luchar contra el terrorismo, la democracia occidental amaneció con una exigencia feminista que otras posturas de la administración norteamericana, bajo George Bush, incluso en instancias internacionales (en particular en materia de aborto), volvían todo menos evidente. Sin duda no se trata (¿por el momento?) de exportar el matrimonio gay en un proyecto de modernización sexual expansionista. Pero el escándalo que provocó en Europa el proyecto de penalización del adulterio en Turquía muestra bien que la modernidad se impone como una norma en un proceso de occidentalización, del cual uno imagina además que podría tener efectos de rebote, incluso en Francia: ¿pues no se sigue invocando ahí el adulterio como una falta en los divorcios?
En resumen, en lugar de oponer el bio-poder foucaultiano a la idea de democracia sexual, tal vez sería más fecundo pensarlos de manera complementaria, como el anverso y reverso de una misma historia. Conocemos el equívoco que define, según Michel Foucault, el concepto de sujeción, condición de sujeción al mismo tiempo que condición de una subjetividad. Es este doble juego constitutivo de un “doble en el género” el que la filósofa Judith Butler toma como objeto en su análisis del sujeto sexual, a la luz de nuestra modernidad sexual. Es el doble juego del poder en el registro sexual: la asignación normativa es también la condición de una invención normativa. En el espacio que hoy se abre entre la norma y la ley, donde la ley participa de la confusión en las normas, convendría pensar juntos bio-poder y democracia sexual.
Traducción: Carlos Bonfil
Al menos en Francia, y en todo caso hasta fecha muy reciente, la “democracia sexual” aparece como una figura de retórica, como un oxímoron. Desde el siglo dieciocho, en la tradición liberal, ¿ la propia política no se construye acaso sobre las premisas de una división entre dos esferas muy distintas, una pública y otra privada? ¿Y acaso la retórica republicana, que renace en Francia a propósito del Bicentenario de la Revolución, no funda el laicismo sobre esta división erigida como valor fundacional? Sin embargo, más que seguir pensando en una historia inmóvil, que definiría la democracia a partir de principios intemporales, conviene tal vez hoy emprender una reflexión sobre el proceso de democratización. El imperio democrático no está para siempre definido –al menos ése es el punto de partida de las reflexiones siguientes: sigue siendo redefinido y su lógica sigue desplegándose. Dicho de otro modo, habrá que interrogarse sobre la extensión del campo de la democracia.
Las dos esferas
Sin duda el feminismo es el que primero plantea la cuestión del perímetro democrático. Por un lado, y de entrada, porque la Revolución francesa define lo que con la filósofa Genevieve Fraisse podríamos calificar de “democracia exclusiva”: la exclusión de las mujeres en el principio de la República nueva. Cuando el círculo se cierra de nuevo, lo hace instituyendo la diferencia de los sexos como una distinción natural que funda la discriminación política. Para las feministas, no se tratará así solamente de ampliar el círculo de la ciudadanía, para añadir electoras a los electores, elegidas a los elegidos, sino de apoyarse en esta diferencia para negarla, y así politizar lo que justificaba su exclusión de la política. Es el dilema de Olimpia de Gouges, durante la Revolución quien se manifiesta contra una sociedad que sólo desea conocerlas como mujeres: del mismo modo, la historiadora Joan Scott lo muestra bien: las feministas sólo “ofrecen paradojas”. “En resumen, desde el origen, la República aparece ya “generizada”, es decir, marcada lentamente por el género.
Pero hay todavía más. Y es que en una segundo tiempo al feminismo se le conduce no sólo a sexuar la política, sino a cuestionar la división entre las dos esferas, pública y privada. En efecto, si por ejemplo el feminismo liberal norteamericano, encarnado por Betty Friedan, pretende arrancar a las mujeres de la jaula dorada de la vida doméstica para abrirles en particular el mundo del trabajo, es preciso constatar rápidamente que los obstáculos para esta liberación no se limitan a la esfera política: los mecanismos de poder se juegan desde un inicio en la intimidad. Dicho de otro modo, para tomar el lema más célebre del feminismo norteamericano: “lo personal es político”, y es en la vida concreta, en lo más cercano y no en alguna abstracción lejana, donde nace la política. Así, no sólo la política es sexuada, sino también, de vuelta, el sexo es politizado.
Este vuelco se acompaña además de un desplazamiento. En efecto, en su retorno a la vida privada, la cuestión sexual ha cambiado de sentido –o mejor, se ha ampliado: el sexo remite siempre y sin duda al género, pero también, y al mismo tiempo, a la sexualidad. Indudablemente partimos de una cuestión sexuada, que tiene que ver con la presencia de las mujeres en la política. Sin embargo, esta cuestión se nos presenta nuevamente en la intimidad, por supuesto sexuada, pero también y desde ahora sexualizada. Pensemos para la época más reciente, en los debates franceses sobre la paridad: se trataba efectivamente, en un primer tiempo, de sexuar la política –las críticas formuladas ya durante la Revolución, actualizadas hoy por gracia del Bicentenario. Y a cambio comenzamos a interrogarnos más sobre las normas que rigen el espacio doméstico, con la división de las tareas, y también sobre las violencias, sexuadas y a veces sexualizadas, que laceran la intimidad. Es por ello que con justicia podemos jugar con la ambigüedad del lenguaje, en francés como en inglés, al abordar los asuntos sexuales, que tienen que ver a la vez con la sexualidad y con el género.
No podemos así limitarnos a pensar de modo separado los dos tiempos de este movimiento, y concentrarnos únicamente en la sexualización de la vida política, o en la sola politización de la esfera privada –como lo hace, por ejemplo, Anthony Giddens. El sociólogo inglés habla de la vida personal como de una democracia, transponiendo todos los criterios de ésta a aquella.: autonomía individual e igualdad de parejas, participación y deliberación, etc. Es incluso eso lo que definiría la intimidad moderna de las relaciones “puras”, es decir, las que escapan a las determinaciones institucionales o que más bien las rebasan. De cualquier modo, la “democratización de la vida personal”, según él, “no se desarrolla en la arena pública”. En otras palabras, las dos esferas siguen pensándose en paralelo, como si los debates públicos no tuvieran eco en la intimidad, y como si el espacio público no se reflejara en las negociaciones privadas.
Por el contrario, es en la interacción de estas dos esferas donde éstas se revelan una a otra permeables, lo que nos gustaría tomar aquí como objeto de estudio. Así en Francia y en otras partes, el debate en torno a las uniones del mismo sexo se sitúa claramente en la articulación de las dos esferas, pues lo que está en juego es el reconocimiento público de formas de organización de la vida privada. Pero si todos han podido medir el impacto de esta transformación de la intimidad, con las batallas en torno a la legitimación de lo que se ha convenido en llamar el “matrimonio gay”, será preciso interrogarse sobre los efectos correspondientes de los debates políticos sobre la negociación erótica, no sólo en términos de normalización (como se dice en ocasiones, ya para lamentarlo, ya para regocijarse de ello), sino también de invención (la ley podría así abrir espacios de redefinición normativa). En suma, la democracia sexual se juega en este vaivén entre las dos esferas, hasta hoy entendidas sobre todo en su separación, incluso en su competencia.
Politización y democratización
¿De qué modo esta politización, con su doble movimiento de sexualización de la política, y de politización del género y la sexualidad, participa de una democratización de las costumbres? Por un lado, la idea no es muy novedosa, pues encontramos ya su formulación en Tocqueville. Democracia en América propone en efecto una reflexión en dos tiempos sobre el movimiento democrático. Si el primer volumen se centra en la esfera pública, con la organización de la sociedad política norteamericana, el segundo se concentra en la esfera privada y en las formas de la vida doméstica. Los capítulos sobre el padre y los niños, sobre la joven y la esposa, y los de las relaciones entre hombres y mujeres, bosquejan el cuadro de una democratización de las costumbres: el principio de igualdad atraviesa de un lado a otro la intimidad de las parejas y de las familias.
Por otro lado, ¿acaso la politización de los asuntos sexuales no ha sido denunciado en Francia, y particularmente entre los autores cercanos a Tocqueville, reagrupados en torno de la revista Le Débat? Es justo a partir de 1989 cuando los partidarios franceses del liberalismo, a quienes antes entusiasmaba Norteamérica, comienzan a enarbolar el espantajo estadounidense de la “guerra de los sexos”: las “pasiones democráticas” animarían con un igualitarismo para ellos excesivo un movimiento considerado “políticamente correcto”, y de modo singular “sexualmente correcto”, con los paralelos entrecruzados de los movimientos feministas y homosexuales. No sólo la “guerra de los sexos” (y de las sexualidades) pondría en peligro al erotismo, supuestamente ajeno por naturaleza a la política, sino que la política misma sería amenazada. En efecto, demasiada democracia mataría a la democracia, y la ampliación del campo democrático marcaría el ocaso, cuando no el fin, de la democracia.
A nuestros liberales ya no les inquieta tanto, como sucedía con Richard Sennett, la “tiranía de la intimidad”. En un ensayo histórico clásico, el sociólogo norteamericano analizaba, no la democratización de la vida privada, sino, por decirlo de algún modo, la privatización de la democracia. Para este otro lector de Tocqueville, la modernidad traería consigo “la caída del hombre público” –dicho de otro modo, la escena privada suplantaría al espacio cívico. Es una tiranía suave: nos dejamos seducir por los encantos de la personalización y de la sicologización. Y evocamos por contraste la experiencia urbana, dado que la dinámica cívica es primeramente la de la ciudad, pública e impersonal. A partir de ahí, y comenzando por Jimmy Carter, los avatares de la política norteamericana no debían tranquilizarlo: la noción norteamericana de “carácter”, que habría de calificar al hombre político, como en el caso de George W. Bush, quien superó su alcoholismo (o descalificarlo, como en el caso de Bill Clinton, quien no pudo dominar sus pulsiones sexuales...), es hoy algo central en una nueva cultura política, menos cívica y más personal.
Por su parte, los liberales franceses no temen tanto la despolitización como la politización. Y es que la “tiranía de las minorías” tendría como efecto para estos neo-tocquevillianos, como por otro lado lo tuvo para Tocqueville la figura inversa de la “tiranía de las mayorías”, señalar en la democracia “un amor más ardiente y más durable por la igualdad que por la libertad”. Dicho de otra manera, y no sin alguna paradoja, el liberalismo francés se construiría así sobre el rechazo de la democracia al estilo americano, demasiado ávida de igualdad como para no sacrificar tarde o temprano el amor de la libertad. Para estos autores, la politización de las cuestiones sexuales tiene que ver sin duda con una lógica de igualdad democrática: las mujeres o los homosexuales, para sólo hablar de las minorías sexuales, no terminarían nunca de reivindicar derechos fundados no en un deseo de libertad, sino en una exigencia de igualdad. Peor aún: la igualdad se construiría sobre las ruinas de la libertad, y se tomaría el ejemplo privilegiado del acoso sexual, cuya represión prohibiría el “libertinaje” a la francesa; dicho de otro modo, se mataría el deseo y con ello su libertad incondicional. En suma, la democracia sexual marcaría el colapso de la democracia.
Paradójicamente, tenemos la sensación de que una generación intelectual forjada en reacción contra el “pensamiento 68”, tomó a cuenta suya, sin percatarse y sin incorporar las críticas, una de sus categorías, con mucho, la más problemática: la sexualidad pensada en efecto a partir del binomio formado por la represión y la liberación. Los liberales desean así presentarse como los nuevos defensores de la liberación sexual, en contra de los nuevos censores, que según ellos serían, ya no los guardianes del orden moral, sino los militantes que abogan por las causas feministas u homosexuales. En reacción contra los partidarios de la igualdad, supuestamente americanizados, se esbozaría la alianza improbable de los liberales franceses --que pese a todo aprendieron a oponerse al legado revolucionario francés--, con los libertarios, quienes se sienten herederos legítimos de mayo 68, y también con los conservadores, quienes se oponen totalmente a toda dinámica de progreso sexual.
Libertad e igualdad
¿Es acaso éste el sentido de nuestra actualidad sexual? Sin duda así lo harían pensar los debates que ocupan un primer plano de la escena pública. Pensemos en las controversias acerca de la pornografía o la prostitución: más allá de los polemistas que sólo logran confundir la preocupación por la seguridad y la nostalgia de pudores viejos, las feministas se dividen bruscamente en torno de dos polos: lo igualitario y lo libertario. Mientras unas vilipendian la inferiorización de las mujeres instrumentada por la sexualidad en las representaciones y aún más en las prácticas, otras se indignan con el daño a la elección autónoma de las mujeres que indudablemente traería consigo prohibición y represión. Encontramos la misma discrepancia en las polémicas sobre el acoso sexual y la violencia hacia las mujeres. Es cuestión de igualdad, dicen unos; es cuestión de libertad, responden otros. A través de la dominación masculina, lo que está en juego es la sexualidad de las mujeres: si los primeros denuncian la victimización como una violencia ejercida contra su deseo, los segundos acusan a la postura victimaria que impediría representar al sujeto deseante en femenino.
Sin embargo las cosas se complican, y esto lo apreciamos mejor partiendo de otro ejemplo: los debates recientes acerca del velo islámico. En el enfrentamiento de partidarios y adversarios de la ley, ¿no reivindicaba cada uno la igualdad? Mientras unos señalaban el confinamiento de las mujeres musulmanas, los otros denunciaban la exclusión de las jóvenes estigmatizadas –es decir, los dos rostros de la discriminación que domina en los “barrios”. Al mismo tiempo, ¿ no reivindicaba también cada uno la libertad? Si unos se presentaban como los defensores de las mujeres obligadas a portar el velo, los otros deseaban ser los voceros de las mujeres dueñas de su elección. En suma, la violencia de la polémica tiene sin duda mucho que ver con el hecho de que se afrontaban, no sistemas de valores distintos, sino opiniones divergentes sobre valores comunes: no libertad contra igualdad, sino una y otra expresadas de modo distinto. Y tal vez esta lectura podría llevarnos a releer las otras controversias: quienes defienden el derecho a prostituirse piensan ciertamente en una libertad de igualdad, mientras que quienes denuncian las violencias hacia las mujeres no sólo ven en ellas una desigualdad, sino una privación de libertad.
En lugar de oponer así la libertad y la igualdad --a la manera de dos partes en una disertación universitaria de filosofía, ideal para seducir por su sencillez en el espacio mediático de la vida intelectual, sin por ello pretender construir la síntesis--, podemos intentar rechazar la alternativa que se nos propone. No estamos condenados a escoger entre la libertad y la igualdad. De hecho la exigencia igualitaria –tenga que ver con el orden de los sexos o con la jerarquía de las sexualidades, y desemboque por ejemplo en la paridad o en el pacs-- nos invita a cuestionar las normas que organizan la desigualdad. No se trata de emancipar al género y a la sexualidad para descubrir la naturaleza del sexo, sino de cuestionar la construcción política de las normas. Dicho de otro modo, no se trata ya de liberación, sino de una mirada crítica. Y es que la reivindicación de igualdad conlleva una desnaturalización de las normas de la cual participa. En lugar de seguir apareciendo “normales”, éstas se revelan como “normadas”: al perder en evidencia pierden en poder.
Precisamente en ello se abre una libertad, o más precisamente un margen de libertad. No imaginemos por supuesto que esta politización significa el tránsito de un universo normativo de sujeción a un mundo de individuos autónomos liberados de las normas. La democratización no implica de modo alguno un vuelco de la sociedad holística hacia el individuo emancipado –ilusión social que la sociología, a la manera de Norbert Elias, puede por lo demás tomar como objeto, más que como herramienta. La democratización no se resume a una individualización. En cambio, es la naturaleza del dominio de las normas la que se transforma desde el momento en que éstas no se imponen ya con la evidencia de la naturaleza de las cosas. Nuestra actualidad sexual libera así la posibilidad de una distancia reflexiva: las normas dejan de ser transparentes, y por ser desde ahora visibles, se vuelven pensables, discutibles, criticables, negociables. Es en este sentido que podemos hablar de normas democráticas: están expuestas, y por ello sometidas a la interrogación y a la deliberación. En suma, las normas sexuales son democratizadas.
Si es cierto que en los enfrentamientos actuales un campo y otro desconocen la articulación de estas dos lógicas, no es menos cierto que ignorándolo sin duda, ellos mismos forman parte de esta transformación democrática. Las polémicas mediatizadas son la vertiente pública del ingreso de las normas en la deliberación, la cual ocurre al mismo tiempo en la intimidad, bajo la forma de negociaciones no menos políticas. Encontramos entonces en nuestra actualidad la doble cuestión: libertad e igualdad. Pero en lugar de que estos principios definan a priori los combates políticos, se vuelven sus significados –dicho de otro modo, son las deliberaciones, públicas o privadas, las que definen hoy a posteriori lo que significarán “libertad” o “igualdad”. Los discursos y las prácticas confieren sentido a estos términos abstractos: estos valores, con la tensión que los confronta y unifica a un mismo tiempo, encarnan en contextos históricos que les dan sentido. Contribuimos a definir las normas que nos definen: ése es hoy el significado de la democracia sexual.
Las normas sin trascendencia
La lógica democrática afecta entonces las normas –no sólo en su contenido (por una exigencia de igualdad), sino también, y de modo no menos radical, en su estatuto (teniendo por efecto una posibilidad de libertad). Lo que así se cuestiona es todo fundamento trascendente del orden normativo. En una sociedad democrática, las normas no son ya dadas por Dios, la Tradición o la Naturaleza, ni siquiera por la figura moderna de la Ciencia, que algunos quisieran ver relevando a las autoridades antiguas. De hecho las leyes no han sido fijadas de una vez por todas: se trata de un orden provisorio y contingente, susceptible de revisiones por estar sujeto a la deliberación. En suma, el orden social se revela histórico: a las normas no se les define ya de manera trascendente, sino en la inmanencia.
Esto también es cierto, ya lo hemos visto, para los propios principios democráticos: ni la libertad ni la igualdad quedan fijadas de una vez por todas, de acuerdo a alguna definición trascendente. Estos valores cobran sentido de manera inmanente, en los contextos en los que actúan y en la práctica. Una perspectiva así permitiría por lo demás retomar de nueva cuenta la cuestión del laicismo, en términos distintos a los que han prevalecido en las controversias sobre el velo islámico. En efecto, la postura que apela a la tradición republicana, ¿no consiste acaso en colocar el laicismo como un principio que trasciende a la historia, y no como un valor inmanente que cobraría sentido en contextos históricos específicos? En resumen, ¿el laicismo no funciona hoy en Francia como una invocación ahistórica de la historia?
Más que seguir definiendo al laicismo como la separación del registro público y el privado, ¿no conviene más pensarlo desde ahora como una crítica de las definiciones trascendentes del orden social –del cual las religiones sólo son modalidades? En otras palabras, no basta con invocar a la República para haber integrado la lógica democrática de definición de las normas, la cual supone deliberar sobre sus propios fundamentos. Y en las polémicas sobre el velo, del mismo modo que la Ciencia invocada como autoridad suprema, incluido el discurso religioso durante los debates sobre el matrimonio gay y el pacs, el laicismo planteado como valor intemporal bien podría no ser otra cosa que una retórica de la modernidad que ignora sus dinámicas sociológicas.
Queda por comprender de qué modo la democracia sexual no sólo es un ejemplo entre otros en el proceso de democratización que se extiende por nuestras sociedades, sino más bien una figura privilegiada: ¿acaso las cuestiones sexuales no se han vuelto asuntos centrales, y ya no periféricos, no sólo en Francia, sino en todo el mundo –trátese de la jerarquía de las sexualidades o de la igualdad entre los sexos, del matrimonio gay o de las violencias contra las mujeres? Podemos aventurar la hipótesis de que el orden sexual está en el centro de las batallas actuales justamente porque aparece como el último refugio de una representación inmutable del orden de las cosas. La politización de las normas sexuales es la última frontera del combate democrático, debido justamente a la ilusión naturalista que sigue imponiéndose cuando hablamos de sexo, como si el cuerpo mismo no fuera un objeto político.
No sorprende entonces que el Vaticano confiera tanta importancia al orden sexual: lejos de ver en él una aberración política, como si el asunto sólo fuera anecdótico, conviene entender, con la socióloga Daniele Hervieu-Léger, que las autoridades religiosas han percibido con lucidez que ahí se juega hoy la posibilidad misma de una definición trascendente del orden de las cosas. Y es por ello que el psicoanálisis (lacaniano) y el catolicismo (romano) erigen juntos la figura del Padre mayúsculo, garante trascendente de un orden sexual ahistórico, en contra de los cuestionamientos al orden sexual antiguo, y en reacción a lo que Michel Tort ha llamado “el fin del dogma paterno”.
Democracia sexual y biopoder
El estatuto de las cuestiones sexuales en la actualidad democrática se aclara finalmente al confrontar la noción del “bio-poder”. Sabemos por Michel Foucault que hemos pasado de una sociedad definida por el derecho de “hacer morir” a la nuestra, que caracteriza el poder de “hacer vivir”, es decir, “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida”. Y si el sexo ha cobrado una importancia tal “como apuesta política”, es porque se inscribe en entrecruce de dos ejes del “poder sobre la vida”, es decir, de las “disciplinas del cuerpo” y de la “regulación de las poblaciones”. De este modo, por ser “el hombre moderno un animal en cuya política su vida de ser viviente se cuestiona”, hoy “el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad”.
Por un lado, la noción de bio-poder puede emparentarse a la de democracia sexual: y así como no es posible reducir la política sexual a una simple dimensión de la democracia, tampoco podríamos contentarnos con decir que el poder se refiere también a la vida. El sexo es una apuesta política privilegiada, en un caso como en el otro. Es entonces un mismo punto de partida el que define a la democracia sexual y al bio-poder. Sin embargo, las dos nociones difieren profundamente. Y en efecto, por otro lado, y por decirlo así, para la democracia --no sólo de libertad y de igualdad, sino también de deliberación--, estas perspectivas están ausentes en el análisis foucaultiano, donde se habla más bien de disciplina y regulación, y donde las resistencias sólo son esfuerzos por revertir la lógica del poder sobre la vida.
Esta divergencia entre los dos enfoques queda marcada sobre todo en la articulación entre las leyes y las normas. Para Michel Foucault, el vuelco moderno es también “la importancia creciente que asume el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley”. No es que la ley desaparezca, sólo se le piensa como uno de los aparatos reguladores de una sociedad normalizadora. En cambio, la hipótesis de la democracia sexual revierte la perspectiva. No es que la ley nos libere de las normas, eso lo hemos visto, sino que la politización abre más bien un espacio, a la vez más arriba de las leyes, gracias a los debates, y más abajo, en la apropiación de las formas jurídicas, espacio que permite ver las normas como tales, revelando su carácter normativo, aflojando así las tenazas de la tiranía normativa.
¿Habrá que oponer democracia sexual y bio-poder como dos versiones simétricas de la politización moderna de las cuestiones sexuales, una optimista (o liberal), otra pesimista (o radical) –la primera esbozando la historia de una emancipación, en tanto la segunda describe un proceso de sujeción? Las cosas no son tan simples: conviene en efecto enmendar las dos versiones, a la luz una de la otra. Por un lado, la perspectiva foucaultiana sobre el poder, incluido el bio-poder, no se limita a una perspectiva en términos de disciplina y de regulación: el desplazamiento que realiza el filósofo entre el primer tomo de su Historia de la sexualidad y los siguientes marca bien una modificación. El filósofo Michel Feher subraya así que a finales de los años setenta, “Foucault tratará de analizar las resistencias de algún modo ‘por ellas mismas’, y no sólo desde el punto de vista del poder que las suscita”.
La noción de gobernabilidad le permite pensar no sólo la asignación, sino también la invención normativa en el registro de la ética: a partir de ahora, “se trata para él de describir la génesis y anatomía de una resistencia observando las nuevas relaciones hacia sí mismos que los individuos que la provocan consiguen inventar a partir de los mecanismos de sujeción de que son objeto”. Es entonces cuando Foucault se vuelve hacia la cuestión de los modos de vida –por ejemplo, en materia de homosexualidad, como lo atestiguan algunas entrevistas en los últimos años de su vida. En suma, la distancia se reduce con los análisis en términos de “democracia sexual”, ya que en la perspectiva foucaultiana, al aparecer como tal (”normada” más que “normal”), la norma ya no se impone como un poder sin otras resistencias que las residuales o reactivas: en ambos casos se abre la posibilidad de invención, ya sea en el espacio de la ley o, de acuerdo con Foucault, fuera de la ley.
Por un lado, las seducciones de la democracia sexual no deben cegarnos sobre los usos normativos de esta noción, dado que el concepto es inseparablemente una consigna. En nombre de la modernidad sexual, es una nueva norma de la sexualidad la que en ocasiones se impone hoy, a la vez en las relaciones heterosexuales, por contraste con la representación en los medios franceses de las “ciudades” asimiladas a “ruedas de molino”, y de los “salvajes insociables” como primitivos sexuales, y en las relaciones homosexuales, cuando el matrimonio gay aparece para ciertos conservadores norteamericanos, deseosos de acabar con toda subversión sexual, ya no como una nueva opción sexual, sino como un modelo de “civilización” y, por ende, de “normalización”.
Este viraje de la democracia en exhorto de liberación se produce también en la escena mundial: la modernidad sexual es hoy un arma en las relaciones internacionales. La guerra contra Afganistán descubrió una justificación suplementaria en su propósito de liberar a las mujeres prisioneras de la burqa. En el momento de luchar contra el terrorismo, la democracia occidental amaneció con una exigencia feminista que otras posturas de la administración norteamericana, bajo George Bush, incluso en instancias internacionales (en particular en materia de aborto), volvían todo menos evidente. Sin duda no se trata (¿por el momento?) de exportar el matrimonio gay en un proyecto de modernización sexual expansionista. Pero el escándalo que provocó en Europa el proyecto de penalización del adulterio en Turquía muestra bien que la modernidad se impone como una norma en un proceso de occidentalización, del cual uno imagina además que podría tener efectos de rebote, incluso en Francia: ¿pues no se sigue invocando ahí el adulterio como una falta en los divorcios?
En resumen, en lugar de oponer el bio-poder foucaultiano a la idea de democracia sexual, tal vez sería más fecundo pensarlos de manera complementaria, como el anverso y reverso de una misma historia. Conocemos el equívoco que define, según Michel Foucault, el concepto de sujeción, condición de sujeción al mismo tiempo que condición de una subjetividad. Es este doble juego constitutivo de un “doble en el género” el que la filósofa Judith Butler toma como objeto en su análisis del sujeto sexual, a la luz de nuestra modernidad sexual. Es el doble juego del poder en el registro sexual: la asignación normativa es también la condición de una invención normativa. En el espacio que hoy se abre entre la norma y la ley, donde la ley participa de la confusión en las normas, convendría pensar juntos bio-poder y democracia sexual.
Traducción: Carlos Bonfil
1 comentario:
checate el libro de "Sobre la cuestion homosexual" de Didier Eribon... es muy bueno y es en definitiva foucaltiano, no en balde fue su amante...
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