Es innegable que los tiburones tienen un problema de imagen: la mirada del asesino serial, la mueca obscena de dientes deformes, el delirio por los atracones sanguinarios. No es de extrañar que hayan sido difíciles de amar desde que sabemos de ellos.
Los escritores no han contribuido a crear una imagen positiva de este pez. Hermann Melville lo describía como un ‘‘devorador ceniciento de carne horrible’’. En largas travesías a bordo de balleneros, el famoso narrador de relatos marinos del siglo XIX fue testigo de cómo los tiburones devoraban los despojos de ballenas destazadas, lo cual influyó en gran medida en su desfavorable apreciación.
Quizá las Bahamas lo habrían hecho cambiar de parecer, como a Ernest Hemingway, por ejemplo, quien a mediados de la década de los treintas encontró en estas islas la inspiración para escribir sobre los peces y la pesca con mosca, así como el placer de navegar. Si bien solía vilipendiar a los tiburones, en ocasiones escribió sobre ellos con veneración. En El viejo y el mar, Santiago, el protagonista, describe así a un tiburón de aletas con puntas negras que se asomaba a la superficie del océano: ‘‘Todo en él era hermoso, menos sus mandíbulas… No es un animal que se alimente de carroñas ni un simple apetito ambulante… Es hermoso y noble y no conoce el miedo.’’*
Las Bahamas aún son, en gran medida, como Hemingway las vivió. No hay en casi todo el archipiélago (formado por unas 700 islas y cayos esparcidos a lo largo de 800 kilómetros, al sureste de Florida) ningún desarrollo industrial. Los lugareños siguen viviendo de la venta de la langosta común del Caribe, del huachinango y del caracol rosado; los deportistas pescan en las planicies arenosas y en una pronunciada depresión conocida como la Lengua del Océano.
También los tiburones siguen aquí. En un sitio para bucear llamado Playa del Tigre, alrededor de una docena de tiburones tigre nadan en círculo, no como buitres a la caza de su alimento, sino más bien como si fueran parte de un móvil sobre la cama de un niño. Sus ojos oscuros y vigilantes son del tamaño de un puño. Se dice que, después del gran tiburón blanco, el tiburón tigre es el más peligroso del mundo. Se alimenta de lo que sea: otros tiburones, placas de automóvil, neumáticos. La hembra grande que rompe la formación y se dirige hacia mí pasa tan cerca que puedo distinguir los poros que estimulan su hocico y que le permiten detectar la energía electromagnética emitida por la carne fresca. Mientras se desliza a mi lado estiro el brazo y paso la mano por su costado. Su piel tiene una textura semejante a la de una lija de grano fino. Para ser un pez de reputación sanguinaria, esta hembra da una encantadora primera impresión.
* Traducción de Lino Novas, Planeta, Barcelona, 1969.
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